Cuentos de Navidad, de varios autores. (Alba) | por Almudena Muñoz

Varios autores | Cuentos de Navidad

¡No! (grita a voz en cuello, sus pies se revuelven en la cama). ¡No, no y no! ¿Otra antología (las sábanas son ya un rebuño), de cuentos de Navidad (almohadas vuelan con escándalo), cuántos meses antes de las fechas (el colchón sufre más golpes que en un día de colada)? Pero el sol entra a raudales por la ventana: el durmiente descubre que su pesadilla no es cierta. No hay fantasmas predicadores ni pináculos de catedrales apocalípticas, sólo el rumor de la mañana y los postes de la cama. O al menos no los había tal y como temen los avaros y los sacristanes libidinosos, los auténticos villanos de semejante noticia: la tradición siempre tiene a sus mejores aliados y sus mayores miedos en el prejuicio.

Ése es el motivo de y contra una nueva reunión de cuentos de Navidad. La sospecha comercial impone sus bastonazos en las nucas de los pobrecillos pedigüeños de un poco más de estímulo literario, sus manos callosas por hojear una y otra vez las mismas historias. Y, sin embargo, en el castigo está el indulto de la culpa: los temas de los relatos navideños se advierten en categorías ajenas al adorno estacional, y las pascuas pasan a ser otro telón del repertorio de una representación ininterrumpida que ha aprendido a adaptarse a las fluctuaciones de la audiencia. Esta antología, por tanto, podría llegar en cualquier momento del año o de la vida del lector, sin que su efecto dependa del contexto navideño más que una frustración nocturna de una mala cena. No es este volumen una celebración de la Navidad, sino un estudio, parcial y limitado, pero al fin y al cabo basado en una curiosidad más propia de lo académico, del concepto de cuento navideño, que obtendría tantas definiciones, bufidos y cariños, como ojos leen estas líneas ahora mismo. Un cierto desapego de la pompa de las fiestas, aunque sea inevitable acabar incluyendo los matasuegras más sonoros del repertorio, que en cambio sí celebra un impresionante historial de autores, un total de 38, que hallan aquí feliz coincidencia.

Tal vez no sea lícito que una excusa de florilegio reúna a firmas por lo demás tan distintas, en cuanto a estilos y procedencias sociales y geográficas. ¿Por qué no los cuentos de desayunos o de abejas? En ese recelo se encuentra la misma pervivencia del relato navideño: ¿por qué seguir existiendo, por qué leerlos a estas alturas; por qué, incluso, se escribieron cuando la población ya era atea, descreída o asquerosamente pobre o rica? En medio de semejante debate, a todas luces estéril para las intenciones de cada uno de los escritores de esta selección, el cuento de Navidad muestra su faz de divinidad esquizoide y colérica: conviven los extremos de una experiencia navideña partida siempre en dos, entre el bizcocho más empalagoso y el pan más duro y rancio. El cuento de Navidad es como uno de esos famosos puddings ingleses, coronados por una ramita de acebo. Es el antes o el después del plato; el postre precioso e intocable o el momento del flambeado, cuando el montículo de perfección arde. Historias de cojitos y madres y judíos tacaños con lágrimas en los ojos, o episodios de abuso, locura burocrática y heridas infligidas con saña, como los desagradables relatos de Dostoievski, Chéjov o Amalie Skram. Entre medias, una sensación parecida al alcohol, que lo mismo hace balbucear de nostalgia que ahoga los más repelentes secretos; la Navidad común, entre torpe, centelleante y corriente, que retratan Dylan Thomas, Truman Capote o Thomas Hardy. No hay que pasar por alto que Dickens, cuya Canción de Navidad (1843) es soslayada por pocas antologías, supo recrear esos tres estadios de la literatura navideña: el villancico irreal y moralista de Ebenezer Scrooge, la sátira dolida de relatos más breves como El cuento del pariente pobre (1852) y el horror alucinado de la Nochebuena de El misterio de Edwin Drood (1870), que tiene en Markheim (1884), de R. L. Stevenson, un pariente próximo.

A falta de unanimidad acerca del sentido que motiva este concilio de grandes de las letras, la crítica podría trasladarse hacia el otro deporte favorito de las navidades. Recorrer con la uña la corona enjoyada de la desigualdad que marca a la festividad, y en especial el papel de aluminio que forra el cetro de Occidente, aficionado a las historias de una fiesta desligada no sólo del resto del mundo y de otras culturas, sino de su mismo significado original. Si la hipocresía, activa o ineludible a pesar de todas las buenas intenciones, vence a los méritos de la literatura, es una conclusión en manos del lector. Quizá sea posible descifrar un patrón en los cuentos de cada país, de forma que la Navidad termine ilustrando un mapa de traumas socioculturales antes que una inspiración uniforme, y que a su vez hablan de los tópicos en los que se apoya y a través de los cuales se mira a cada pueblo: la desolación emocional de los rusos, el cinismo socarrón y victimista de los españoles, el arraigado orgullo patriótico de los ingleses, detrás de sus modales siempre en estado de chiste. Y si la discusión política no apetece, puede adoptar la lección del cuento de Paul Auster, que cierra esta antología. Tragar el doble sabor y dedicarse a cavilar acerca de qué relatos echa en falta o habría excluido de ser suyo el mando sobre el índice. En cualquier caso, supone sentarse bajo el árbol a distinguir su variedad de ornamentos, de materiales nobles o cubiertos de purpurina, y redactar su lista de favoritos: ahí relumbran, como estrellas de nieve, Hoffmann, y Strindberg, y Conan Doyle, y Chesterton…

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