América, de Rudyard Kipling (Pre-Textos) Traducción de José Manuel Benítez Ariza | por Juan Jiménez García

Rudyard Kipling | América

El 28 de mayo de 1889, con veintitrés años, una vida en la India y corresponsal de periódico (indio), Rudyard Kipling llega a San Francisco, América. La travesía desde Japón ha sido un poco convulsa (el escritor y su problema con los medios de transporte, nunca lo suficientemente robustos para calmar nervios e imaginación). Tiene unos pocos relatos a sus espaldas y El hombre que pudo reinar aparecerá al año siguiente, pero, por lo pronto, no deja de ser un desconocido, aunque con un montón de cosas en la cabeza. No se había estado muy parado. Desde unos años antes, su actividad era frenética y estos últimos tiempos se había dedicado a viajar y a escribir unas crónicas de esos viajes en forma de carta. Había atravesado Asia y ahora le tocaba llegar al nuevo continente, él, un hombre orgulloso de su origen inglés y su amor por la India. De modo que su afilado sentido del humor y de la observación se aplican con especial intensidad en un país en el que todo parecía por hacer, pero en el que se sentían muy satisfechos de lo hecho. Lo hecho podía ser llevar armas y matarse con cualquier buen o mal argumento, o un orgullo por sus disparatados aranceles (un momento…), o el mecanicismo desapasionado de matar cerdos en cadena u, horror, vacas. Atrapados por una naturaleza de proporciones descomunales y en un país en el que todo es grande o está lejos, el joven Rudyard no está especialmente maravillado por esas nuevas tierras y sus viejos habitantes, ya sean venidos de la vieja Europa (esos irlandeses, perezosos y bebedores, por ejemplo) o de otros lugares (ay, los negros… para ellos guarda sus invectivas más feroces y eso ya es decir). 

Kipling escribe para lectores indios y sus referencias son aquellas. Por otro lado, su mundo ideal es esa India británica en la que nació, con un amor declarado por la Inglaterra en la que se educó. Todo está ahí, y el resto del mundo se mueve entre el salvajismo y el exotismo, más la belleza de algunas mujeres. Podía tener sus contradicciones, pero eran suyas, y el escritor era muy suyo. Nada acaba de convencerle. En San Francisco pasa verdadero miedo adentrándose en el submundo chino y disfruta de las extravagancias del tranvía (otro medio en el que se siente permanentemente amenazado). Lleva a Vancouver cuando Vancouver no era nada, porque encima había sido arrasada por un incendio y vuelta a empezar. Recorre en tren los sitios más pintorescos, siempre asombrado de que el tren no descarrile y la despreocupación de los demás por ese peligro tan eminente. Le asombra ese gusto por las armas de fuego y esa satisfacción de todos por nada. Su ironía es estilosa, su mirada tan afilada como esta y no conoce las medias tintas. Si le faltaba algo por ver, se pasa por Salt Lake City y conoce a los mormones, cuyo retrato es demoledor (desde la fealdad de sus mujeres hasta sus más que dudosas creencias). Jovencito burlón, aún le queda llegar a una gran ciudad, Chicago, con su millón de habitantes y horrible en general. Desde luego, dudo que Kipling considere este periodo como la América ideal, pese a los delirios del futuro, que es nuestro presente.  Al menos todo se arregla con su encuentro con Mark Twain, escritor al que admira profundamente. Es, casi con total seguridad, lo que rescataría de esos tiempos dudosos. Piensa que dentro de cien años será un gran país y tendrá muchas cosas que ofrecer (no iba mal encaminado) pero que hoy por hoy, ayer por ayer, estaba más cerca del horror y la inconsciencia que de su afinado sentido de lo civilizado. Es reveladora la nota a pie de página en la que José Manuel Benítez Ariza, compara su visión de un pueblo abandonado en esa América con uno abandonado en India, que es la misma distancia que va de la desgana a la emoción. Pero quién dijo que escribir es algo objetivo… que extravagancia es esa. Nunca, en ningún género, se es inocente. 


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