De ningún lugar a ninguna parte, de Bekim Sejranović (La Caja Books) Traducción de Patricia Pizarroso y Marc Casals | por Juan Jiménez García

Bekim Sejranović | De ningún lugar a ninguna parte

En su epílogo a De ningún lugar a ninguna parte, Marc Casals habla del desarraigo. Tríptico del desarraigo. Antes de leerlo, después de terminar la novela, pensé en el desasosiego, algo parecido, una sensación si se quiere. Como si una cosa llevara a la otra y se precipitara en el torrente de escritura de Sejranović, una historia llena de furor y de rabia, parafraseando a Shakespeare, pero también de una extraña tranquilidad (aunque cueste pensar en ella retrospectivamente). Todo empieza en un entierro y este también podría ser, sino el libro de los muertos, si el libro de aquellas cosas que mueren. El tío Alija, sus amigos, el amor, Yugoslavia, sus abuelos, el pasado y, poco a poco, él mismo. Siendo su primer libro, no es un libro autobiográfico, aunque haya puesto tantas cosas suyas ahí. Su relación con el mundo, también con las drogas, con la bebida, consigo mismo. Tambaleándose, camina siguiendo precipicios. Bosnio para los croatas, croata para otros, ni una cosa ni otra para los noruegos, nadie para todos, también para él. Sergio Blanco, dramaturgo uruguayo que ha practicado extensamente la autoficción y teorizado sobre ella, afirma que no hay que confundirla con el yo, que esta es siempre una cuestión del nosotros. De ningún lugar a ninguna parte es, después de todo, un retrato de ese nosotros (los fragmentos de aquella Yugoslavia, pero también Europa) desde ese yo del protagonista. 

Tres lugares: la Bosnia de sus abuelos, ligada a su infancia, la Croacia de su padre, ligada a su juventud, y esa Noruega que es último refugio, cuando tras de sí queda una guerra, que están acabando con todo lo que dejaba atrás. La primera es algo parecido a la felicidad, la segunda al comienzo de todas sus búsquedas, la tercera a la derrota. Bekim Sejranović tiene un modo, un estado de ánimo para cada una de ellas, desde la escritura limpia, cristalina, hasta el vómito. Estar de pie, estar, tropezar, caer. Unos padres que se separan, él, que se queda con sus abuelos, la vida en un pueblecito, las historias familiares, la entrañable pareja discutidora que forman esos abuelos, sus gamberradas. Ese territorio de la infancia del que nunca logramos escapar, que está ahí, y va volviendo, como va volviendo en esta novela entrelazada, con tiempos superpuestos, porque al fin y al cabo es lo que está dentro de él, de ese protagonista perdido, que no sabe ni lo que hacer en un entierro o que no se siente capaz de hacerlo, al que todo le es, de alguna manera ajeno, para el que pasados esos primeros años, todo se mueve, se precipita, ya sea un grupo de punk o sus relaciones, en especial ese amor enloquecido con Selma, capaz, como su propia vida, de alcanzar cismas y abismos. 

De entierro en entierro, la vida se va quedando en otra parte, una otra parte que no puede identificar. Siempre en el lugar equivocado, los días más que pasar se precipitan. Si en el comiendo de De ningún lugar a ninguna parte la infancia es el tiempo más presente, hacia el final esta se diluye entre drogas, sexo, decisiones equivocadas y una cierta nostalgia de lo que pudo ser, solo que lo que pudo ser tal vez solo estaba en su cabeza. Sin mujer, sin abuelos, sin padres, sin aquellos amigos que se quedaron por el camino o ya ni tan siquiera están, sin él mismo, ausente entre toda esa espiral de sustancias para perder la consciencia, para deshabitar el mundo que le rodea. En un momento resume los tres tiempos en los que se mueve y se movían: nuestro pasado sarnoso, nuestro presente infecto, nuestro futuro en el que nos esperan los gusanos. A diferencia del Adolph Marlaut de Jean-Pierre Martinet, que elegía vivir lo menos posible para sufrir lo menos posible, él se pone siempre en riesgo, aunque tal vez no tenga ni tan siquiera otra opción para que todo sea diferente, de otro modo. 


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