Las alas de la paloma, de Henry James (Alba) Traducción de Miguel Temprano García | por Almudena Muñoz
En 1898, Henry James publicó En la jaula, una novela corta en la que una joven trabaja, y prácticamente vive, detrás de la ventanilla en la que despacha correos y telegramas. Sin embargo, esa muchacha atrapada, esa metáfora del pajarillo al que se le resiste la libertad, conseguía volar alto imaginando las vidas de aquellos que atiende en el mostrador, y cuya correspondencia puede leer de reojo. Mediante la redacción de su propio relato, la protagonista enjaulada se daba a sí misma un papel partícipe en la acción, manejando a su antojo las posibles emociones y vivencias de los otros.
Poco después, en 1902, James inaugura su trilogía de oro, que cerraría una carrera larga y aplaudida: Las alas de la paloma —seguida por Los embajadores (1903) y La copa dorada (1904), esta última publicada también en la serie Alba Maior— reúne los logros y los vicios del escritor como un torrente imparable que ya no entiende de medidas, sino de volcarse a sí mismo, tal y como es y según el ímpetu y el bagaje que ha ido acumulando. Todo lo contrario a lo que experimenta su joven, bella y rica protagonista, la americana Milly Theale, que es también la delicada paloma del título. Curiosamente, las facilidades vitales de la señorita Theale no le garantizan un destino mejor que a aquella oficinista de En la jaula: Milly es la palomita que se deja enjaular por los demás, sometiéndose a un relato que han escrito para ella, unos deseándole capítulos gloriosos repletos de sorpresas y giros sustanciales, otros aguardando un final rentable y precipitado. Esa clase de ironías que tanto gustaban al autor inglés, y que empleaba como estudios psicológicos antes que como plataformas para modelos morales, villanos o simpáticos.
Esto hace que Las alas de la paloma sea uno de los lugares idóneos y a la par más escabrosos para introducirse en el universo de Henry James. Hay que contar con que tal vez existan dos tipos de lector: los que aman sus relatos y novelas breves, y quienes toleran y encumbran sus obras más extensas. James, como hiciese E. M. Forster, aprovecha el formato para crujirse los nudillos y dejar que su arte vague, en vez de dedicarse a acumular un mayor número de sucesos. Como si en realidad pretendiera probar la elasticidad del género de suspense, cuantas más páginas escribe, menos información aporta el autor, quien siempre necesita, al asaltarle una idea, formularla de tres formas distintas y en hilera. En ese sentido, Las alas de la paloma contiene toda la modernidad literaria de la que James fue capaz, resistiéndose a los deseos del lector promedio y escribiendo, como harían las grandes plumas del recién nacido siglo XX, para los oídos de su propia memoria.
Milly Theale es el fantasma de la prima que James adoraba, Minny Temple, muerta de tisis en la flor de su vida, y por ello su presentación acontece como en un fragmento cualquiera de Las bostonianas (1886), para evolucionar poco a poco hacia un éxtasis similar al de las heroínas más ambiguas de James —Daisy Miller (1878), Los papeles de Aspern (1888), Otra vuelta de tuerca (1898) —, antes de esfumarse de la narración principal y convertirse, al igual que para el autor, en algo evocado. La tríada de la novela se apoya asimismo en los amantes secretos Kate Croy y Merton Densher, que suponen los pilares que elevan a Milly y, al mismo tiempo, como peaje o como consecuencia de sus anhelos, cargan sus hombros para siempre con el peso de la joven americana. A estos tres personajes, envueltos en una trama folletinesca que roza el mal gusto para un hombre bien educado, James los «dejaría madurar con el tiempo, hacerse más complejos y menos vulgares, menos feos, más ricos, más resonantes, más fieles no a lo que era la vida, sino a lo que podía ser», en palabras de Colm Tóibín, que hizo un retrato novelado del escritor en su magnífico libro The Master (2004). Precisamente, si por algo es más recordada Las alas de la paloma en las últimas décadas, es a costa de la película de 1997, que subrayaba el exotismo veneciano que, en la novela, ocupa un espacio reducido y sólo adquiere relevancia a través de esos palacios decadentes en los que se decidirá si Milly extiende o repliega sus alas.
Henry James nació americano pero ha acabado convertido, por tradición y festejos de aniversarios, en un objeto de culto europeo —este año es el centenario de su fallecimiento, que corre el riesgo de ser eclipsado por el bicentenario de las Brontë—. Pero, siguiendo con esa evocación chejoviana que hace Tóibín de las chicas americanas—la famosa cita de La gaviota (1896) «la vida no hay que representarla como es, ni tampoco como debe ser, sino tal y como la imaginamos en sueños»—, las obras de James «no eran tan originales como ellas se imaginaban, ni tan naturales y poco artificiosas como ellas se suponían al proceder de un país joven». Más de un siglo después, toca revisar sus mayores cumbres para comprobar que en los cimientos no había un simple decorado atractivo para Hollywood y para el compatriota estadounidense siempre deseoso de viajar a un resumen del continente, sino el origen de toda la osadía narrativa que plegó las alas para conservar un recuerdo y permitir el vuelo de la literatura que alcanza nuestros días.
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