Siete cuentos fronterizos, de Georges Moustaki (Navona). Traducción de Anna Gil | por Óscar Brox

Georges Moustaki | Siete cuentos fronterizos

Hay libros, como la trilogía palestina de Gasán Kanafani, que el tiempo convierte en el documento transparente de una época. Antes de la destrucción, cuando la madeja política comenzaba a oprimir el cuello de pueblos e identidades culturales. Cuando la sangre derramada marcaba la línea de frontera entre comunidades. Si bien la de Kanafani fue una vida violenta, marcada por su asesinato en un atentado, la de Georges Moustaki transcurrió por otros cauces, a través de ese Mediterráneo capaz de unir en sus aguas a tres continentes. Sin embargo, la escritura de uno y otro conserva el fulgor de un tiempo ajeno a las metrópolis, al capitalismo avanzado y a cualquiera de los síntomas que detectamos, que fraguan, nuestra convivencia actual. Por tanto, la de Moustaki es una mirada melancólica, como quien observa un viejo álbum de fotos del pasado o quien recorre un barrio en el que apenas quedan los recuerdos de los años de infancia. Y estos Siete cuentos fronterizos que recoge Navona en su colección Impactos funcionan como alegoría de un momento político y como documento de un tiempo vivido. Como reflexión al otro lado de la alambrada en un mundo que todavía no había aprendido el valor del espacio de Schengen.

Para un artista como Moustaki, que bebió de no pocas culturas, la Alejandría de sus primeros años de vida debía ser un pequeño paraíso. O, en fin, ese vientre materno radicalmente alejado del Egipto legado por Hosni Mubarak y las Primaveras. Son, o fueron, efectivamente, esas transformaciones las que en buena medida espolearon, sirvieron de combustible, la reflexión moral tras los cuentos de Moustaki. A la problemática inscripción de todas las comunidades culturales sobre un mismo suelo, la figura de los colonos, la siempre espinosa labor de gobierno en países permanentemente desestabilizados por intereses geopolíticos secundarios. Uno tiene la sensación, leyendo a Moustaki y a tantos otros, que en ese pedacito entre Europa y Asia lo que realmente se dirimía era la pertenencia a una tierra, la vindicación de un hogar. O cómo era de imperiosa la necesidad de escapar de la tutela de otras naciones para dejar que la vida, esta vez sí, pudiese continuar su camino.

Los cuentos que recoge Moustaki son cristalinos, como sus canciones; sencillos, pero no simples, siempre humanos. Porque, precisamente, reflexionan sobre las flaquezas humanas y el papel del individuo corriente en el conflicto. Porque desmenuzan la sinrazón de la razón política, los engranajes que accionan las revueltas y las opresiones, las líneas de sangre que convergen en la frontera que divide y enfrenta, o la tensión casi fraternal que separa a un pueblo de su vecino bajo la divisa del odio acerbo. Pero, más allá de la tristeza congénita que las Naciones Unidas, cuando no las potencias mundiales, han inoculado sobre esas regiones del mundo, Moustaki también escribe sobre la bondad. O sobre la posibilidad del bien. De la confluencia y la confraternización. De cómo un muro de hormigón que marca una brecha insalvable entre dos vecinos puede convertirse, en cambio, en una vía de comunicación, en el frontón que comparte los mensajes, las horas muertas y los días felices. O de la figura de un líder, Gobernador o Dictador, que maneja, esquizofrénico, el destino de su pueblo como un eterno conflicto que necesita avivar a cada tanto el fuego que lo alimenta.

Si hay un cuento a destacar entre los escritos, ese es sin duda Ibrahim. Tal vez por ser uno de los más extensos, en el que Moustaki eludió la reflexión moral rápida, y porque leído hoy representa la radiografía de esa difícil convivencia cultural entre las dos fronteras, entre naciones y religiones, siempre marcada por intereses secundarios y por la administración de un odio feroz. Se diría que en ese relato Moustaki no busca tanto hablar de culturas como de convivencia. En el que lo verdaderamente importante reside en desnudar la guerra eterna para mostrar a la familia, la tierra compartida, los hermanos enfrentados hasta la muerte. Ese núcleo pequeño, casi cerrado, construido a través de rostros conocidos, próximos, que la turbia política cultural transformó en enemigos irreconciliables. Esos a los que Moustaki mima, comprende, otorga una voz que el tiempo les ha negado, sin olvidar los estragos causados y la sangre derramada, apelando a otra clase de vínculo sanguíneo: a la tierra hollada, a la lengua compartida, al calor de los cuerpos.

Leer este pequeño libro no debería ser un ejercicio de política retrospectiva, dado que cada década ha aumentado el nivel de dolor y separación hasta convertir la situación entre pueblos en una convivencia imposible. No, en el fondo las aspiraciones de Moustaki eran más humanistas, más íntimas. En un lugar que parecía olvidar el factor humano, sus relatos le conceden a los protagonistas la dimensión y el relieve. En una tierra de odio y violencia, la moraleja que subyace en cada texto nos reconcilia con la posibilidad de creer en la razón, en los sentidos y el entendimiento mutuo. Y es que, como aquel Mediterráneo al que dedicara unas estrofas, estos cuentos fronterizos son pequeñas cápsulas que nos permiten entender, ante todo, la naturaleza humana. Lo que hemos sido, lo que seguimos siendo. Ese aparente saco de contradicciones cuyo sentido, tarde o temprano, conviene intentar desenmarañar. En busca de un hogar, de una tierra o, sencillamente, de un entendimiento.

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