Los campos magnéticos, de André Breton y Philippe Soupault (WunderKammer) Traducción de Julio Monteverde | por Juan Jiménez García
La cosa empezó así. Guillaume Apollinaire mediante, André Breton y Philippe Soupault se conocen en el Café de Flore. Estamos en 1919, un año después del final de la guerra, aquella guerra. El primero tiene veintitrés años y el segundo veintidós. Son dadaístas. El dadaísmo buscaba la destrucción de lo existente, alcanzar un punto cero, pero carecía de un espíritu constructivo, una vez logrado eso. Sentados entre los escombros, atentos a cualquier intento de resurgimiento, pasaban los días, contra todo. Con Louis Aragon, aquellos dos forman la revista Littérature. Aragon es, tal vez, el mejor dotado de los tres, pero cuando toque buscar un punto de partida para otra cosa (y eso es Los campos magnéticos, también), un libro peligroso, Breton eligirá a Soupault. La idea es captar ese murmullo que proviene de nuestro interior, esas voces de dentro, que diría Pirandello. Sin atender al estilo, sin correcciones, transcribiendo aquello que va surgiendo entre los dos. Ha nacido la escritura automática, otra forma del azar. Limpiar las caballerizas literarias, dirá. Y, con la escritura automática, se coloca la piedra inaugural del surrealismo, este sí, movimiento constructivo de una nueva irrealidad. Además de proporcionarle una de sus armas preferidas, aunque su uso abusivo e interesado, haya arrojado no pocas sombras, muchas de las cuales afronta el propio Breton en El mensaje automático, suerte de intentar definir unas reglas del juego y lamento por las ocasiones perdidas.
Pero, ¿de qué hablamos cuando hablamos de Los campos magnéticos? Todo está contando en la ineludible introducción de su traductor, Julio Monteverde, de modo que solo me iré moviendo entre sus líneas, como un ladrón de fruta. En la primavera de 1919 se reúnen los dos poetas. Frente a una hoja en blanco, en la que Soupault ha puesto una palabra a modo de título e incitación, durante diez horas al día, durante entre dos semanas y un mes, se pondrán a recoger ese murmullo. No se trata de una experiencia vinculada a los médiums o al espiritismo. No se trata de captar una voz exterior que viene del más allá, sino de una voz interior que no responde más que a sus propias razones. No son intermediarios de nada ni de nadie. Se han marcado unas reglas, que funcionan a modo de limitaciones (pero desde el OuLiPo sabemos que esas limitaciones son verdaderas palancas creativas), pero, en el fondo, todo está por descubrir. El resultado es precisamente aquello que su título anuncia, fuerzas que se atraen, generadoras de una energía poética seguramente ya no superada, una vez perdida la inocencia inicial y expuesto el automatismo a todas sus trampas (lo cual no quiere decir que no siguiera dando, entre una ingente producción, sus frutos). También en lo infinito hay límites.
Sobre la obra en sí no hay mucho que decir, más allá de invitar fervientemente a sumergirse en el torbellino de sus páginas, de sus imágenes, de las emociones que chocan en ella no diría de una forma violenta (que podría ser aquello que esperamos del choque de dos trenes), sino como un misterio orgánico. El cielo está estrellado por los obuses, diríamos recordando a Apollinaire (que en mi opinión, azar o no mediante, está especialmente presente en fragmentos como Eclipses). Cualquier aproximación a Los campos magnéticos solo puede ser una invitación su lectura, porque solo en ella encontraremos la razones que lo sustentan y el resultado de esos anhelos. Las explicaciones solo podrían venir, como André Breton señalaba, del recién encontrado psicoanálisis, forma de encontrar un sentido a lo que ha nacido fuera de los parámetros conocidos. Y digo bien UN sentido, desde el momento que esta solo será una interpretación posible para algo que no necesita de ella. De algún modo, se ha dado un paso más hacia otra forma de poesía. Si la abstracción liberó al arte de la necesidad de representación de la realidad, el automatismo libera a la poesía de la necesidad de esconder algo, un significado, sea cual sea. No diremos el arte por el arte, porque Breton, después de todo, tenía una idea democratizadora del automatismo, desde el momento que todos participamos de esas voces interiores, y porque esa misma frase le hubiera horrorizado. Tiempos en los que todo parecía posible. También eso.
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