David Bowie, posthumanismo sónico, de Ramiro Sanchiz (Holobionte) | por Óscar Brox
Una de las tareas pendientes de la filosofía (a veces no sé si tacharlo y escribir de la crítica cultural) radica en la necesidad de una actualización. Incorporar nuevas lecturas trasversales al fondo de armario. Revisar, desde una mirada contemporánea, viejos lugares comunes. Urdir, como Schopenhauer, otra Historia de la filosofía. Mezclar, jugar… en definitiva, aprender a pensar de otra manera. Para una línea tan estimulante como la que plantea la Ontología orientada a los objetos, Graham Harman se ponía el traje de lector de Lovecraft y escrutaba hasta el último detalle de sus narraciones en busca de paralelos entre el maestro del horror cósmico y las formas del realismo especulativo. En una línea parecida, Ramiro Sanchiz lleva a cabo esa tarea con la figura de David Bowie como objeto de estudio.
No es la primera vez que Bowie se cruza en el camino de la filosofía. Hace apenas unos años Simon Critchley publicó un opúsculo sobre el músico inglés y su relación con la cultura de masas. Casi inevitablemente, también era un pequeño ensayo autobiográfico, un recorrido desde ese primer impacto cuando descubrió a Bowie actuando en Top of the Pops hasta configurar un proyecto ético y estético radical, contemplado meticulosamente a través del análisis de las letras de sus canciones. Sanchiz, como Critchley, parte desde un punto marcadamente biográfico, eso que llama la etapa de contagio en la que la música de Bowie comienza a calar. La experiencia sónica y la explosión estética. Las diferentes épocas, los múltiples nombres que se arraciman en su carrera. Berlín, Varsovia y los Estados Unidos. El pop y el rock intervenidos o hackeados. Y la estrella que nunca renuncia, ante la cultura contemporánea, a exponer su artificio y su doblez, esa falta de naturalidad que es, más bien, una invitación a darle la vuelta a las cosas.
A propósito de The Next Day, me gusta mucho esta reflexión de Mark Fisher: [es un ] circuito en el que la moda, las artes visuales y la cultura experimental se conectan entre sí y se renuevan unas a otras de modos impredecibles. Bowie, visto así, es pura exterioridad; concepto, diseño, género, alien. Casi una multitud. Y, en lo que a Fisher respecta, una representación de la vacuidad del presente, el intento necesariamente fallido de escapar de él. Lo que este explora desde una posición más bien cultural, Sanchiz lo traslada a una cuestión filosófica. Un índice para describir nuestro momento, como dice Rosi Braidotti. Así, este Posthumanismo sónico es, en primera instancia, un análisis escrupuloso de David Bowie como síntoma, sinécdoque y diría que espacio para cuajar eso que llamamos artificio. Caballo de Troya mediante el cuál penetrar la densa trama de nuestra realidad. De nuestro presente. De arrojar un poco de visibilidad sobre todas esas producciones donde cualquiera cree ver, simplemente, lo dado.
Sanchiz lleva a cabo, por partes, un trabajo de crítica casi musical y un análisis de corte filosófico, una lectura ligeramente nostálgica de Bowie y el desmenuzamiento de todas esas capas, disfraces y nombres que dan lugar a su proyecto estético. Habla de contaminación cuando esa interferencia que surge en una iconosfera pop más o menos tradicional (eres de los Beatles o eres de los Stones) se topa, de buenas a primeras, con este artista-estratega. Fruto de su evolución casi impredecible, la comparativa que establece sobre el ídolo caído que acabó representando Marc Bolan. Lo interesante, para Sanchiz, son los procesos que se dan efectivamente en Bowie, esa forma de crear multitudes a partir de su presencia: A Ziggy, al Duque Blanco, a Thomas Jerome Newton, The Gouster, Button Eyes, Philip Jeffries y cada uno de los personajes que abren, cierran y maduran etapas creativas. Son máscaras, procesos, parásitos, paisajes que David Bowie encapsula entre sus rarezas instrumentales y que, sin embargo, arrojan una lectura apasionante de esa imaginación agotada en la era del realismo capitalista. Una transformación oportuna.
Leyendo a Sanchiz, uno entiende la necesidad de llevar a cabo una lectura filosófica de fuera adentro, una puesta en cuestión de ciertos postulados modernos con el que se ha escrito la Historia del pensamiento hasta, prácticamente, nuestros días. De introducir algo de estática, de ruido blanco que cortocircuite la emisión, la transmisión más o menos familiar de lo que entendemos por realidad y de la relación que mantenemos con las cosas. De ahí, como decía, la condición doble (incluso triple, si atendemos a los pespuntes autobiográficos de algunas secciones) de este ensayo, que analiza escrupulosamente los síntomas de la música de Bowie para trasladarlos a un papel de carga filosófica con la que resituarnos en las cuestiones de nuestro presente. Un poco como hicieran Brian Eno desde la revolución del ambient o William Burroughs desde la escritura como experimento; instigadores del cambio o del artificio como catalizador de esa otra manera de pensar. La lectura que ha hecho Ramiro Sanchiz de la trayectoria de David Bowie pertenece a esa estirpe. En un momento en el que el posthumanismo se caracteriza por estimular la búsqueda de nuevas formas de abordar la realidad en la que nos movemos, parece inevitable girar la vista hacia ese otro lugar en el que lo humano intenta recuperar ese aspecto indeterminado que, en fin, forma parte de él.
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