Berlín Alexanderplatz, de Alfred Döblin (Cátedra) Traducción de Miguel Sáenz | por Juan Jiménez García

Alfred Döblin | Berlín Alexanderplatz

El final de la Primer Guerra Mundial trajo la completa derrota de Alemania y la caída de los imperios, pero también supuso el advenimiento de la convulsa República de Weimar, una herida más, atravesada posteriormente por todas las tempestades. Su final es conocido porque fue también el principio de una Segunda Guerra Mundial, aún más terrible, si eso era posible. Con todo, en ese entreguerras, el mundo bullía, como si tras aquellos cuatro años entregados a la Muerte, vivir fuera más necesario que nunca. Pero vivir de verdad, plenamente. Y en esa plenitud (que no fue tal, sino un espejismo, porque sobrevivir se impuso entre tanta miseria) destacó el ambiente cultural berlinés. La lista de artistas, de todas las disciplinas, es interminable y, entre ellos, encontramos a Alfred Döblin. Nacido en 1878, no era uno de esos jóvenes alocados y ya llevaba alguna que otra novela a su espalda, además de haber participado en la guerra como médico. Por paradojas del destino, su obra más conocida es anterior o contemporánea a esos años anteriores a Weimar, pero la que le haría mundialmente conocido, convertida no solo en un clásico sino en un emblema del aire de aquellos tiempos, la escribiría mucho después, siendo publicada en 1929. Estoy hablando, claro, de Berlin Alexanderplatz.  

Es inevitable pensar, de algún modo, en el Ulises, de James Joyce. Si en esta Dublín se convertía en un personaje más y era el viaje de un hombre a través de un día, en Döblin la ciudad es Berlín y el viaje dura si acaso un año. El regreso no es al hogar, porque eso ya no existe, sino a una honradez original. Salido de la cárcel, Franz Biberkopf, tras el asesinato de su amante, quiere ser honrado. Pero lo cierto es que, como reconoce, el escritor alemán no tuvo conocimiento del libro del irlandés hasta después de empezarla, lo cual nos viene a hablar de un aire del tiempo, que atraviesa fronteras y literaturas. Una necesidad de llevar la escritura a otro nivel, de forzarla para poder alcanzar a expresar las complejidades y convulsiones de esos años. Y es que en Berlin Alexanderplatz también hay una experimentación con el lenguaje y con el ritmo, con el collage, jugando con el expresionismo, además de estar escrita contemporáneamente al periodo temporal que abarca. En su hilo narrativo se cruza la vida diaria, los titulares de los periódicos, la publicidad, los ruidos y sonidos de la ciudad. Todo vive alrededor de Franz y Franz también quiere vivir.  

Al salir prisión, el mundo cae sobre él como un peso muerto, pero quiere vivir de otra manera. Necesita hacerlo. Y mientras lo intenta, la República de Weimar pasa ante nuestros ojos. Las grietas, las luchas de la clase obrera, la izquierda, el advenimiento del nacionalsocialismo, el camino hacia un abismo aún más amplio que aquel del que quiere escapar su protagonista. Si Franz Biberkopf no puede ser bueno, pese a que lo intenta, Weimar no puede sobrevivir pese a que sus intenciones son justas. Las intenciones no determinan el destino, ni de un país ni de una persona. Solo las acciones, los errores y los aciertos. Aparece la palabra destino, como si tanto uno como otro tuvieran grabado ese fracaso desde su mismo nacimiento. Cómo no volverse loco. Los Reinhold son más abundantes que la pequeña Meize o Eva. Otra vez la atracción del abismo frente a la tranquilidad, el descanso, lo razonablemente bueno. Entre todo, aquello que da cuerda al mundo: la insatisfacción. Alfred Döblin no creo un personaje con el que estar de acuerdo. Ni tan siquiera uno con el que fuera fácil lamentarse de su suerte. Demasiadas veces, es un imbécil con buenas intenciones. Un tipo incomprensible y, por lo tanto, humano. Nos gustaría empujarle, agitarle. Otras darle de patadas. Nos asfixiamos con sus contradicciones y lo que ocurre a su alrededor nos sobrecoge. Compartimos sus errores y sus aciertos son escasos, como si fuera una reproducción a muy pequeñas escala, a ínfima escala, de la tragedia alemana. Cuando cerramos el libro, sabemos que lo que hemos atravesado es la vida. La vida está unos escalones más abajo que la Historia, pero es lo único que tenemos y que creemos poder manejar. Cerramos el libro y el libro ha estado latiendo entre nuestras manos y sigue retumbando en nuestra cabeza, como el producto de largos días de ebriedad. Admirarnos de que aún podamos sentir temor y temblor.


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