Eclipsi total, de Pont Flotant (Teatre El Musical)  | por Óscar Brox

Cada vez que escribo sobre alguna obra de Pont Flotant, me hago la misma pregunta: ¿Qué es el teatro en su expresión más popular? Esto me hace pensar en aquella función de Exercicis d’amor en el patio de Las Naves, que terminó con una paella nocturna entre la compañía y el público. En su vocación a la hora de establecer puntos de contacto, maneras de explorar lo dramático, en el gusto con que envuelven al espectador en cada una de sus propuestas escénicas. Lo popular, en un primer momento, pueden ser los temas elegidos o su afinidad con actores no profesionales a los que sitúan en escena; esa pedagogía -siempre muestran, siempre enseñan algo- que subyace a sus textos sin ser forzada. La forma en la que consiguen transmitir una sensación de cercanía, como si se tratase de un teatro representado al oído, tan próximo que hasta resultaría superflua cualquier consideración dramatúrgica. La transparencia con la que juegan con las emociones, las mezclan con las memorias propias y ajenas y nos permiten observarlas en lo que dura la función. Lo complejo, a través de un elaborado proceso de creación teatral, transformado en lo sencillo. Que es como decir en lo real, lo vivo, lo auténtico. 

Eclipsi total tiene como punto de partida el vértigo de saber que, tarde o temprano, vendrá la muerte. La desaparición. El fin. Es algo de lo que, conforme pasa la edad, nos hacemos más conscientes y más temerosos. Entre otras cosas, porque para cuando pensamos en ello cargamos con una vida emocional tan vasta que nos provoca demasiada desazón saber que muy probablemente dejará de ser. O, en el mejor de los casos, será a través de las memorias de los demás. En esta ocasión, la compañía se presenta con Àlex Cantó y Jesús Muñoz como únicos actores sobre el escenario. Y la obra, como una última cena en la que las familias de ambos conviven en la mesa mientras el tiempo pasa. En la pantalla, por cierto, aparecen sobreimpresionados diálogos y preguntas; estas, a ratos, dirigidas también al público. Consideraciones alrededor de la vida, la familia, las cosas… De todo aquello que solidifica en nuestra identidad y que, a menudo, responde por nosotros. Nos retrata. 

Al comienzo de la obra, ambos actores estiran una larguísima tela en la que aparece inscrito un cronograma; en él figuran sus árboles genealógicos casi como una mota en medio del progreso, la extinción y la transformación de la Historia. Unos pocos centímetros de tela, en definitiva. Sin embargo, frente a esa insignificancia, la importancia de todos los vínculos establecidos. De cualquier tipo. Las palabras, los roces, las anécdotas y, en especial, la capacidad para contarlas una y otra vez. Cuando haga falta. Más allá de la complicidad entre Cantó y Muñoz, resulta justo destacar esa habilidad para transformar su forma de actuar en una forma de borrar esa distancia escénica. De buscar una proximidad, digamos, sentimental, no solo hacia lo que cuentan sino también a quién se lo están contando. La escena en la que ensayan su entierro, bajo capas de ropa que ya nunca más llevarán puesta, se convierte en un reguero de anécdotas y risas que ambos actores incorporan, casi, como si las pudiésemos ver sobre el escenario. Otro detalle que me gusta de Pont Flotant: esa manera de hacer hablar a las cosas, a los objetos, de dotarlos de profundidad y hasta de personificarlos. Los vemos, los apreciamos, les tomamos cariño aunque se trate de elementos tan insignificantes como un globo rojo. 

El tour de force interpretativo llega cuando, ante la mesa giratoria, la parte más importante del engranaje dramático dispuesta en escena, ambos actores interpretan a sus respectivas familias. Y a cada uno de esos adioses, a medida que unos y otros desaparecen de la mesa porque la vida, simplemente, les ha pasado por encima. Lo verdaderamente emotivo de esa parte, la más extensa de la pieza, no es el cariño o la cercanía, ni siquiera la semejanza, con la que ambos actores traen a la vida sus recuerdos familiares y los ponen en común con los que pueda tener el público. Es, tal vez, esa necesidad de poner en escena el ensayo de un final. Otra despedida posible. De convertir en teatro toda esa colección de adioses, que termina con el del propio Muñoz, sin sitio en la mesa familiar. No sé decir si es algo emocionante o conmovedor, pero esa finura con la que hacen hablar a padres y abuelos me hizo pensar en cómo, cuando somos adultos, reconstruimos cada vez más a menudo aquellos episodios que nos han precedido, quizá tratando de encontrar una mirada perdida, una voz cada vez más lejana; reconociendo, o reconociéndonos, que esto pasó y todo lo demás también pasará. Lo hermoso es observar cómo Pont Flotant ensaya esas despedidas en busca de una tranquilidad, negando el vértigo o el terror, explicándonos hasta qué punto resulta importante saber ver la vida que hemos tenido. Lo que hemos hecho y lo que dejamos correr, lo plenas que han podido ser nuestras acciones o lo fresca que pueda estar la huella de nuestra memoria en los demás. 

Durante la función pensaba en mi padre, que hacía justo medio año que falleció. Pensaba en su último mes, cuando volvió a casa porque en el hospital ya no había nada que pudieran hacer por él. En cada vez que sentí el vértigo de que podían ser las últimas palabras que cruzábamos o la última vez que me acostaba al otro lado de la cama y veíamos un poco la televisión. Mentiría si no dijese que me rompió el corazón no estar con él cuando cayó en un sueño suspendido del que ya no despertó. Y mentiría, también, si no dijese que siento una tristeza inabarcable al recordar esa desesperación con la que trataba de despertarlo porque no podía aceptar que jamás volvería a escucharle o que esa presencia, que todavía era su cuerpo, estaba ahí sin estar. Probablemente nada de todo esto habría cambiado lo inevitable de la muerte y ni tan siquiera ese habría sido un último adiós suficiente para colmar su vacío. O para reconocerlo, asumirlo y buscar formas de transformarlo en otra cosa, de integrarlo como un aspecto más de la vida. Porque, en definitiva, cuesta deshacerse de esa paradoja cuando aceptas que vendrá la muerte, pero no quieres hacerlo cuando el que se muere es tu padre. Como si siempre hubiese una ocasión mejor, futura, un poco más lejana, para decir adiós. Pensé en muchas cosas mientras los veía sobre el escenario representando (o reescenificando) ese árbol familiar cuyas raíces, poco a poco, se diluían con el tiempo. Y creí ver algo catártico entre tanta despedida y tanto fantasma, por mucho que yo sea de los que no saben decir adiós. Y me emocioné con todo ello.

Algo me sobrecogió en la última escena de la obra, cuando Àlex Cantó se queda solo en el escenario, recordando entre dientes las anécdotas que ha compartido, notando tal vez esa melancolía porque no se hace tan difícil el adiós como lo que viene después; proporcionarle esa naturalidad. Y ahí volví a pensar en la sencillez con la que Pont Flotant maneja todos sus recursos, cuando la mesa giratoria, los globos colocados estratégicamente en los laterales y un foco que descendía por el centro del escenario crearon la imagen del eclipse total y recogieron en ella todo ese silencio, toda esa calma, cuando faltan las palabras y lo que queda es un poco como ese ruido blanco en lo profundo de cada uno y una especie de frío, como de sentirse más expuesto que nunca al mundo, a lo que nos rodea, a los demás.

Eclipsi total es una de las mejores piezas de Pont Flotant, no tanto por lo delicado de su tema sino por esa belleza -diría moral, además de formal- con la que lo trasladan al espectador. Con la que nos hacen protagonistas y, en buena medida, nos invitan a la misma mesa en la que se sienta su familia. Creo que ese gesto es el mismo que, junto a otras de sus obras, me hace sentir lo popular que identifico como un rasgo propio de su teatro. También la convicción con la que, a partir de un elaborado proceso dramático, transforman lo complejo en lo sencillo, lo trascendente en lo cotidiano, y viceversa. La ficción en algo vivo. El escenario en un espacio permanentemente habitado por fantasmas, voces, figuras y palabras que evocan un pasado y un presente, quizá también un futuro, que nos pertenece. Y ahí es donde empieza todo. El teatro y, sin duda, la vida.


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