Todos los Ángeles alzaron el Vuelo, de La Zaranda (Teatre El Musical)  | por Juan Jiménez García

Me cuesta mucho escribir sobre La Zaranda. Tanto que nunca lo hice. Pienso que escribir sobre ellos será una sucesión de equivocaciones. Pienso que no seré capaz de poner palabras a todas esas sensaciones, que, atravesado por estas, nada ha quedado en mí que pueda ser expresado. Todo es silencio. El resto es silencio. Todos los Ángeles alzaron el Vuelo empieza con aquel palabras, palabras, palabras, como la inutilidad de expresar todo el dolor de Lear, y el furor y la rabia contados por un idiota. Yo acabo como Hamlet. En esta última obra de La Zaranda hay mucho silencio que nos habla, como hay mucha oscuridad iluminada. Un vacío lleno de significados, que esconde abismos, conduce destinos, es puerta hacia la muerte, tenue luz hacia las sombras. La obra fue escrita hace unos años, fue escrita para Laura Gómez-Lacueva, que murió mientras tanto y es la primera presencia en el escenario, un fantasma más entre todos esos fantasmas. El dolor. De aquel texto dramático poco queda. Un policiaco metafísico. Recuerdo que cuando lo leí, no pensé que fuera una obra escrita para La Zaranda. Todavía no había recorrido ese que camino que lo enfrenta al teatro, que la deja en el escenario. Cambiado, tan cambiado, tan entregado al cuerpo, que ahora no puedo imaginarlo de otro modo y de allá quedan las cenizas. Cuando la obra se rompe en su mitad inexacta, cuando la muerte alcanza a Micaela, el tiempo vuelve a detenerse en mí. El escalofrío no de aquello que se cuenta, que también, sino de aquello que es esa idea que no logro explicar ni explicarme del teatro. La pintura que es luz y sombras, la música, el movimiento, el conocimiento del tiempo convergen una vez más, como ese algo que se da o no se da, que se tiene o no se tiene. Desde hace mucho tiempo solo sueño pesadillas. Tal vez no sea cierto, pero la simple impresión basta. Mis sueños se han ido al teatro. A veces me sorprendo mirando con una extraña intensidad. Intensidad, necesidad, voracidad pantagruélica. Espero, espero que algo ocurra, que algo me alcance. No una aparición, sino una desaparición. En la vida de estos desgraciados, de esas prostitutas, de ese chulo, de ese expresidiario que aspira a presidiario, de ese pobre idiota de habla de Dostoyevski y es Dostoyevski, que resulta incomprensible porque es demasiado sencillo, y ya no entendemos, por mucho que La Zaranda lo haga una y otra vez, que el teatro como la vida, está en lo esencial. Es en la ausencia de todo donde puede crecer algo, una especie de claridad, de luz, de sentido, de flor rara. En la dirección y escenografía de Paco de La Zaranda hay tanta inteligencia y apenas ningún elemento de escenografía, aunque escenografía la hay, toda la necesaria, simbólica, como la escritura de Eusebio Calonge, que siempre me pareció y me parecerá un misterio que no quiero probar de desvelar. Tal vez por eso nunca lograré escribir sobre La Zaranda, porque no quiero resolver nada, no quiero explicarme ninguna cosa, quiero sentir que todo es inexplicable, que no puedo tocarlo, convertirlo, ensuciarlo. Sí, podría decir muchas cosas, tantas equivocadas, y no resolvería ese último sentido. Podría intentar escribir sobre la interpretación maravillosa de Ingrid Magrinyá, que con la danza convierte la espiritualidad en espíritu (pensé en Ariel, en La Tempestad), el peso de la muerte, en el alma que escapa, se convierte en aire y, a los que se quedan, en sombras. Podría hablar de las interpretaciones de los demás. Pienso en Francisco Sánchez, ese idiota antiguo, con gesticulaciones que invocan palabras, palabras que invocan libros, libros que invocan vidas, polvo al polvo, cenizas a las cenizas. Pero pienso en ellos dos porque son los perdedores en una obra en la que todos pierden. En ese traje blanco en el que la inocencia es llevada por la inocencia en una silla de ruedas convertida también en algo que fue. Vestir al pobre, entregar al claroscuro esas vidas turbias. En algún momento de la obra llueve. No lo vemos, pero llueve. También hay una tormenta (de nuevo, La tempestad). Ahora es cuando podría empezar a escribir en sueños. Entendería las cosas por puro azar, algún acierto entre tantos desaciertos. Una simple cuestión estadística. Solo tengo la certeza de mis escalofríos, la conversión del tiempo en nada, la incomprensión de quién ha sentido todo, todas esas cosas que no logro nombrar y que aún dan vueltas en mi cabeza. No, no lograré nunca escribir sobre La Zaranda porque será siempre un asunto íntimo, como un desvanecimiento del que despertamos aturdidos. Pensar que, en esa sucesión de destinos, el nuestro es uno más. Que en algo tan poco poético como esos muertos de hambre, en esa poética extinguida, el teatro contiene los restos del naufragio de la belleza del mundo. Porque el mundo es triste pero bello. Tal vez solo quería decir eso y recordar el tango de Gardel con el que Osvaldo Soriano titulaba un libro y yo esto: Una sombra ya pronto serás.


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