Historias de Gran Guslar, de Kir Bulichov (Báltica) Traducción de José María Faraldo | por Juan Jiménez García
Todo el rato, aun inexactamente, aunque tal vez no tanto, pensaba en un tiempo pasado que nunca había ocurrido. Para mí. Creo. Podría decir que estas Historias de Gran Guslar abarcan buena parte de mi vida: empiezan en los años setenta y acaban con la muerte del escritor, al principio de este siglo. Pero claro, yo no era un niño soviético, sino otra cosa bien diferente, aunque aquí llegaran, por algún misterio, series y películas de aquellas televisiones. Los recuerdos son una construcción y yo me construí también parte de los míos, y entonces sí, algo de niño soviético o de aquellos países del Este (ahora centroeuropeos) tenía. Así, estas historias no solo no me son ajenas, sino que es como la infancia de mis lecturas. Tampoco es que sepa de dónde me ha salido esta manía de pensar en los relatos del libro como infantiles… Tal vez porque tienen el color de esos días y son deliciosos, gustosos, como aquellas meriendas. Pese a ser una selección de unos relatos que abarcaban treinta años de escritura, poco necesitamos para cogerle cariño a sus personajes. Al maestro de obras Cornelio Udalóv y su tendencia a encontrarse con extraterrestres y con su mujer Xenia, con los locos inventos (pero con un componente social crítico) del profesor Mintz, con sus amigos, conocidos, burócratas, pioneros, dependientas de tiendas vacías, agentes del KGB, tipos ociosos, habitantes varios. La vida corre por las calles de Gran Guslar, entre el fantástico y un realismo que se quiere pasar por ingenuo sin serlo (algún relato no pudo publicarse en tiempos de la Unión Soviética, y viendo el que está incluido en este libro, La ascensión de Udalóv, no es muy difícil pensar el porqué). Pese a los extraterrestres, a los viajes planetarios, a los maravillosos inventos de Mintz, lo cierto es que la vida soviética permeaba por todos lados, no exenta de ironía (el relato Se venden peces dorados es más que significativo de esto).
Cuando acabo la Unión Soviética, Gran Guslar seguía ahí. Lejos de convertirse en una rememoración de tiempos pasados, fue acompañando el complicado presente de aquellos años, y, como dice José María Faraldo, su traductor, hasta Putin se intuía hacia el final. Podríamos decir que, tras la caída del comunismo, los relatos respiran un aire de libertad, pero no: ese aire estaba antes y después. Supongo que era difícil censurar algo tan popular, que tenía hasta sus adaptaciones cinematográficas y televisivas, pero, sobre todo, tan parecidos a los dibujos de un niño en una pared. Una ingenuidad nada ingenua y, de nuevo, la palabra delicia, que no podemos evitar echemos por donde echemos. Entiendo que también se podría colgar el cartel de aquí, a pesar de todo, se vive. Los setenta, también, eran otros años, tras tiempos agitados, y Bulichov tampoco pretendía meterse en jardines ajenos. Pero ahí precisamente reside parte de su encanto: en crear un mundo, una ciudad imaginaria, en las que las cosas son como son, y la vida sigue su curso como lo sigue un río. Una cuestión de supervivencia. Una escritura amable, unos personajes inolvidables, un tiempo inexistente que recuerda al existente, un espacio para la fantasía cuando la vida es igualmente fantástica y fantástico es el día a día. Sí, una infancia soviética de niños grandes.