Maigret tiene miedo, de Georges Simenon (Anagrama, Acantilado) Traducción de Núria Petit | por Juan Jiménez García
En su época americana, los Maigrets continuaron apareciendo. Es más, lo hicieron de forma abundante. Tres, tan solo en el año de Maigret tiene miedo. Como era habitual en Georges Simenon, escritos en una semana, una semana de encierro (y esto es uno de esos tantos actos prodigiosos de su escritura). En una entrevista con Bernard Pivot para el programa Apostrophes, el escritor belga dividía su obra entre aquella dedicada al famoso policía y sus novelas duras. La diferencia la señalaba él: en las primeras era como escribir siguiendo una barandilla, mientras que en las segundas esa barandilla no existía. La barandilla, podríamos decir, es la existencia de unas reglas del juego, unas reglas de la novela policiaca. Hay un muerto, una investigación alrededor de esa muerte, unos sospechosos y un desenlace. Ese seguir un determinado camino le da una ligereza a la hora de enfrentarse a la obra, y no es menos cierto (siempre cito al OuLiPo en estos cassos) que las constricciones, las limitaciones, las estructuras predeterminadas, facilitan tanto o más la creación que su ausencia, por paradójico que esto pueda parecer. Lo cierto es que nada de ello influye en la calidad de sus novelas y que el autor sigue siendo un clásico independientemente del camino seguido. Y Maigret tiene miedo es una prueba.
Aquí no tenemos un asesinato como punto de partida, sino tres, sucedidos en un breve espacio de tiempo. El comisario, terminado un congreso policial en el que se ha sentido viejo e indiferente a los nuevos tiempos (a tres años de su jubilación, todo sea dicho), aprovecha su regreso a París para visitar a un viejo amigo, el juez Chabot. El juez Chabot vive en un pueblecito de unos siete mil habitantes, Fontenay-le-Conte, uno de esos lugares donde todos se conocen y se cruzan entre ellos una y otra vez. Esos asesinatos han dejado a la población de un estado de estupor, pero no solo. El primer muerto ha sido un Courçon, familia nobiliaria venida a menos y que ahora subsiste por el matrimonio de una de las hijas con un Vernoux, es decir, esa nueva clase alta burguesa. Se produce el típico cambalache de título por dinero y todos deberían ser felices si no persistiera, en estos tratos y uniones, una buena parte de resquemor, de rencor. Hubert Vernoux se convierte en el patriarca de la familia, aquel que los sostiene a todos, incluido a su hijo, Alain, un médico que no ejerce, obsesionado con los abundantes antecedentes de locura en su familia. Maigret, todo sea dicho, no tiene especial interés en seguir un caso que le ha llegado sobrevenido, pero su presencia (de la que solo él conoce el azar) despierta todas las inclinaciones a pensarlo.
Ese microcosmos de pequeña población, de un lugar en el que resulta complicado separar pueblo y campo, confundidos, esa atmósfera plomiza de últimas lluvias que dejaran paso a los primeros días soleados de la primavera, el tiempo pasado (Maigret no había visto a su amigo desde hacía muchos años) se entrelaza, además, con el aspecto político de la cuestión. Porque también es una cuestión de clases. Venidos a menos o no, esa vieja nobleza de castillo, esos nuevos nobles sin títulos, pero con el dinero necesario para sostener apariencias, forman un círculo cerrado y odiado, frente al que se mueve el mundo de los trabajadores. La muerte de uno de ellos no tiene ninguna importancia e incluso es celebrada, pero los otros muertos han sido una anciana y un borracho que andaba por la calle, en la noche. Un aspecto político que se me antoja bastante raro en la serie de Maigret, por más que él siempre se sienta más cómodo en los ambientes populares que en esos círculos cerrados a los que su trabajo le lleva frecuentemente. Maigret tiene miedo, entre todo, se convierte en una obra extraña pero cautivante, una investigación en la que Maigret está de visita, de paso, pero en la que el mundo, sus miserias, se despliega con la turbiedad habitual.