El chico de los ojos de gato (Volumen 2), de Kazuo Umezz (Satori) Traducción de Marc Bernabé | por Juan Jiménez García
En episodios anteriores… Shônen Gahô empezó la publicación de El chico con los ojos de gato en 1967. Kazuo Umezu (es decir, Umezz) no llevaba mucho tiempo en esto del manga, pero, entrado en los treinta, esta nueva serie de obras (que se prolongó hasta mediados de los setenta) le sirvieron también para definir su concepción del horror, muy alejada de lo que ahora entenderíamos, unas cuantas películas de ese nuevo cine de terror japonés después. Para entendernos, deberíamos irnos también unos años hacia atrás y buscar en el mundo de los yôkais, al cual es mucho más cercano (aunque algunas historias no dejen de anticiparnos ciertas inquietudes contemporáneas). Ya con el primer volumen de sus historias nos encontramos con no pocas paradojas, lo cual lo hace una obra singular. Con respecto a él escribí de monstruos cuyas razones compartimos más que con las de las víctimas, pero con un chico gatuno de cierta tendencia a poner las cosas en su sitio, aunque las cosas sean rara vez justificables y aunque nadie le haya pedido su opinión. Más bien al contrario, porque una de las características esenciales del protagonista es que los humanos sienten la misma repulsión por él que por los monstruos con los que se encuentran, y no es difícil que le atribuyan la causa de sus problemas más que esperar de él la solución a algo.
En el volumen anterior nos habíamos quedado a medias con su historia más extensa, La Agrupación Cien Yôkai, que podría ser un extraordinario ejemplo de todo esto. Una asociación de monstruos que lucha contra las injusticas (sí, es cierto, con un inevitable aire de venganza), contra un puñado de burguesitos nada bien intencionados. El chico, claro, se pone de parte de los burguesitos, aunque estos lo apalearían si pudieran y seguramente lo hacen (es una trama habitual la propensión de los demás a atizarle, monstruos o personas). Así, se produce una especie de continuo cortocircuito en nuestra cabeza entre lo que vemos y las razones que se defienden. En este relato, de ritmo y narrativa trepidante, plagado de giros y vueltas de tuerca, Umezz nos viene a decir que el odio no trae nada bueno. Y vista la vida que lleva nuestro protagonista, tampoco ser buena persona (o animal… o ambas cosas).
Odio, venganza, yôkai y contradicciones, son de nuevo los protagonistas de El yôkai Nikudama, otra historia de monstruo venido de tiempos remotos y que lleva años atormentando a generaciones enteras de la misma familia. Pero, y esto es interesante, en realidad su autor propone una reflexión sobre el cáncer. El cáncer como enfermedad. Y la propuesta de una historia de muertos vivientes que en realidad son la encarnación de nuestros propios temores y por los que estamos dispuestos hasta arrancarnos los ojos con tal de no enfrentarnos a ellos. Una visión no muy positiva del género humano (lo cual, como decía, no evita que nuestro chico con ojos de gato se esfuerce considerablemente en defenderlo), como tampoco lo es la de La Kannon de mil brazos, alucinante y alucinada historia de misterios, atravesada por el egoísmo, en la que nuestro irreverente protagonista no tiene ningún reparo en mearse en la estatua de la diosa para demostrar que no cree mucho en el tema (no intentemos hacer la extrapolación a otras religiones y cultos varios). Con esta historia acaba la parte de Shônen King, que llegó hasta 1969.
Será en 1976 cuando regrese en Shônen Sunday, lo cual implica también cambios a distintos niveles. El dibujo evoluciona (se aleja de su maestro, Osamu Tezuka) y también su concepto del terror deriva hacia otros terrenos, sin yôkais y con una visión del horror que se aparta de los relatos de monstruos (aunque con los debidos matices y excepciones) para abrazar lo inquietante. Su característico ritmo que desborda páginas y páginas deja lugar a historias más reposadas, e incluso el chico con ojos de gato lleva una vida más sosegada (y más secundaria con respecto a las historias). Además, Satori nos ofrece parte de ellas en color: blanco, negro y rojo, con una visión sanguínea de la vida. Desde la historia (aquí sí que hay monstruo perseverante) del padre que promete entregar a su recién nacido a una serpiente si suelta a una rana que está devorando, hasta el hijo obsesionado con encontrarse con su madre muerta, pasando por una peculiar historia de amistad que nos devuelve a estados creados por la mente ya propuestos en La Agrupación Cien Yôkai. En definitiva un brillante cierre para la obra de Umezz y sus mundos inquietantes, que vienen a completar una extraordinaria galería de personajes e historias, a las que supo dar una expresión plástica acorde a lo que estas le pedían y aún más.