Una traición mística, de Alejandra Pizarnik (Lumen) | por Francisca Pageo
El resto es silencio… decía aquella obra de Shakespeare. También podríamos decirlo con la obra de Alejandra Pizarnik. En estos textos, una breve antología de su prosa completa que ya publicaría Lumen en 2001 ––aquella compilada por Anna Becciu; mientras que esta edición, la dirige la poeta Luna Miguel. Nadie mejor que ella para seleccionar estos textos, estos relatos de prosa profundamente poética cuyo lirismo nos envuelven en un mantra que nos determina como eternos lectores y lectoras de Pizarnik.
Me gusta sobre todo de estos relatos como entrecruzan la mística con el erotismo y el lirismo que se da en la obra pizarniana. Una podría hundirse en ellos y no salir nunca. Se hace el silencio cuando la leemos, a pesar de estar leyéndola con Wim Mertens de fondo. Son estos unos relatos de puro presente, en ellos Pizarnik es más ella que nunca. Desde la filosofía y la psicología, pasando por la poesía y el puro juego. Sí, en estos relatos de juegos pizcuetos, que se entrecruzan con el propio juego de ojos que hace el lector al leerlos. Una quiere sumirse en sus palabras, que estas le hagan asilo entre ese surrealismo y onirismo. Porque en la prosa de Pizarnik hay un profundo onirismo: nosotros al leerla es como si dialogáramos con sus sueños. Es pura perplejidad, pura brutalidad de la palabra, de la esencia del lenguaje. Sus relatos son como sueños que hablan entre ellos mismos. Se desnudan entre ellos, y nosotros nos desnudamos también, nos hacemos eco de sus emociones y sentimientos.
(pausa)
Se hizo el silencio, y para Pizarnik el silencio es muy importante. En él no tenemos una ausencia, sino que asimilamos la presencia humana, del ser, el cual Pizarnik nos proporciona. Hay un existencialismo del propio ente pizarniano. Irrevocable es el sentido y sentimiento que el leerla nos da. Se acumula toda una cúspide de alegorías, de impactos feministas, de atropellos con la propia imagen que recibimos. No podemos quedarnos impasibles ante La condesa sangrienta, por ejemplo. Hemos de hacer algo. Hemos de detenernos a tomar aire porque su brutal pureza nos endemonia, nos produce temor y pavor. Nos convertimos en cómplices de unos hechos que destripan corazones, y nunca mejor dicho.
Leer a Alejandra Pizarnik es leer sin conocimiento de causa. Siempre nos sorprende, aunque solo hayamos leído sus diarios y su poesía. Hay en ella todo un lirismo latente, que se puede percibir nada más darle un ojo a las palabras. Palabras que seducen al lector y estallan ante nosotros. Si la leyera en voz alta, si la recitara, todo sería distinto. Leer a Pizarnik a viva voz sería como poner una bomba. No hay por donde coger ciertos textos, y sin embargo tienen su peso, tienen su esencia, su divinidad, su ternura y gozo humano. No me quiero expandir en la elucubridad. Quiero que la lean y que piensen por ustedes mismos lo que Pizarnik nos ofrece. Porque su lectura nos incita a pensar, a indagar en la psique humana, en lo que subyace bajo aquello que mostramos. Hay una lectura de las apariencias en su prosa, pero son apariencias necesarias para que se dé la existencia de ese ente que domina todo. Un ente silencioso, que se transforma en pausa, en palabras desperdigadas, en sentidos de profundas índoles. Creo que leeré a Freud y leeré a Lacan y leeré a Sartre y después volveré a leer estos cuentos, pues son relatos que nos cuentan historias, no cotidianas, sí divagantes de su sentido inicial. Relatos de pura psicología e imaginación humana.