La cosecha de hielo, de Scott Phillips (Sajalín) Traducción de Diego de los Santos | por Óscar Brox
Resulta difícil definir, de buenas a primeras, el espíritu de una novela como La cosecha de hielo. Lo fácil sería decir que es un noir a la manera de los clásicos; lo difícil, quizá, que nos encontramos ante una tragicomedia navideña con una lectura moral mucho más profunda de lo que cabría imaginar.
Scott Phillips nos sumerge en esa América que se puede cruzar de la barra de un club de striptease al aparcamiento de otro. Charlie Arglist, su protagonista, es un abogado que lleva tiempo trabajando para la mafia que controla todos los locales. La ambición, o tal vez la desidia, lo llevan a tramar un golpe sencillo para desplumar a sus jefes y rehacer su vida en cualquier otro lugar. Así de fácil. Ese es uno de los grandes hallazgos del género: la velocidad con la que sus personajes llegan a la conclusión de que pueden conseguir lo que, casi desde la primera página del libro, parece completamente imposible. Algo que, más que una excusa argumental, es básicamente una lectura mordaz del pragmatismo salvaje con el que la cultura estadounidense se ha convencido a sí misma de que todo es posible.
La cosa es que Phillips encadena personajes y situaciones con un ritmo veloz, ilustración perfecta de ese fatum del que Charlie no va a poder librarse. Lo primero son unas horas hasta que llegue su cita con Vic, su socio en el golpe, en las que el abogado repasa cada pequeña miseria -un alcoholismo severo, un matrimonio fallido, una familia descompuesta- de sus últimos años; lo segundo es esa sensación de falta de escapatoria a medida que lo que parecía un camino sencillo comienza a verse sembrado de imprevistos. O eso, al menos, es lo que siente Charlie cuando se da cuenta de que no es tan inteligente.
Si hay un atractivo en esta novela, sin duda se encuentra en esa corrupción a la que su protagonista se ve arrojado. Cruzar esa última frontera antes de convertirse en otro delincuente más. Robar. Matar. Sentirse acorralado. A Phillips le gusta exponer a su criatura a cada una de las calamidades que atenazan a la mayoría de antihéroes del noir, con el añadido del gélido clima navideño de una Wichita fea, triste y fatal. Porque en La cosecha de hielo la femme es poco fatale -Renata no puede evitar caer víctima de la psicosis de Charlie- y los compañeros nunca son tales si hay un jugoso botín que puede garantizar otra vida y otro futuro. Y, en fin, el mismo Charlie no es más que un pobre diablo sin suerte. Lo que sucede es que, otra de las reglas de oro del género, no es capaz de descubrir ese detalle hasta la última página de la novela.
Lo interesante de esta novela de Phillips es que, con un andamiaje mínimo, al grano y con lo justo, reflexiona sobre muchos asuntos sin necesidad de alzar la voz. Así, tenemos el retrato de una América perdida más que en los bajos fondos, entre barras, broncas y bares que no cierran ni en Navidad. El escenario de unas ilusiones rotas en el que, sin embargo, su autor fragua esa loca idea de que, aun así, se puede conseguir algo. Si no es otra vida, una prórroga para vivir mejor esta. Que la mayoría de personajes que desfilan por sus páginas respondan a arquetipos más o menos consolidados en el noir no es casualidad. Si por algo destaca esta historia es por su carácter juguetón, por la diversión con la que nos conduce su autor, entre volantazos y acelerones, a través de la odisea de Charlie Arglist. Y cómo, en cada uno de esos volantazos y acelerones, se permite reírse y parodiar a tantos otros personajes. Matarlos a la menor oportunidad o dejarlos a la altura del betún. Ponerlos continuamente en un brete. Decirnos, en definitiva, que el hombre es siempre un lobo para el hombre.
Y en esas que llegamos al final de Charlie Arglist, una vez ha rebasado la frontera que separa el bien del mal. Lo racionalmente bueno de lo moralmente bueno, porque una cosa no tiene por qué implicar necesariamente la otra. Cuando nos damos cuenta de que, más que un plan sencillo, esta novela no ha dejado de narrar esa transición en negro de su protagonista. Y que su huida, si es que es desesperada, quizá se deba al miedo que le ha dado comprobar de qué era realmente capaz. Pero, como decíamos, por mucho que La cosecha de hielo responda ejemplarmente a los patrones del mejor noir participa de un espíritu más bien respondón y cachondo, burlón y tragicómico, que reserva uno de esos golpes de efecto memorables para ponerle punto y final a la vida del agrio Charlie. Lo justo, probablemente, para rematar este retrato de una corrupción.