Història d’un senglar (o alguna cosa de Ricard), de Gabriel Calderón (Teatre Principal) | por Juan Jiménez García
Acabada la obra, hubiera querido subir al escenario y abrazar a Joan Carreras y, tal vez, podido por la emoción, decir “gracias”. Tan simple. Porque allí quedaba toda mi idea del teatro, en esa inteligencia y en esa emoción. Sí, el teatro siempre será posible mientras haya un actor inteligente y un espectador inteligente. Arrasado, pienso en eso mientras el autobús cruza la ciudad nocturna. Tengo ganas de llorar, como cada vez que veo algo que es más grande que todo aquello que podré alcanzar (sí, cierto, eso deberían ser muchas cosas, pero solo lo relaciono con unas pocas). Salir del teatro tras Ahora todo es noche, de La Zaranda, salir del teatro tras Bernhard, Ante la jubilación, por Krystian Lupa. Esos momentos en los que el tiempo, sí, el tiempo, se ha detenido.
Hace tampoco mucho escribía sobre Historia de un jabalí o Algo de Ricardo, incluido en las Obras raras de Gabriel Calderón. Él insiste, como otras veces, que el texto solo es un punto de partida maleable. Pero qué punto de partida el suyo. Ese Ricardo III visto por un actor que podría ser un Ricardo III de los tiempos modernos, un rey que reclama su trono y que, pese a su deformidad, piensa que el reino le corresponde por su inteligencia, aunque no sea muy elegante en sus maneras. El invierno de nuestro descontento, con el mundo y con el teatro. Ese actor atravesado ya no solo por el personaje sino por el teatro. Porque el actor, cuando representa a alguien, representa a los personajes femeninos, como si estuviera en los tiempos de Shakespeare. O habla de Ricardo III, del verso, de levantar todo eso y crear algo, de leer (hay que leer… o al menos ser capaces de convencer a los demás de que somos leídos). Habla de sí mismo, y ese sí mismo se confunde con aquel otro, y hay furor y rabia, mucho furor y mucha rabia, y el teatro no deja de producirse, una y otra vez. Como un milagro, como un misterio.
El misterio es Joan Carreras. Un actor que ya tiene una amplia trayectoria y que yo lo veo como el más dotado ya no de su generación, si no de más de una y de dos. Pienso, pensando poco, en el Ivánov dirigido por Àlex Rigola, o en el Macbett de Eugène Ionesco. El misterio es ese control absoluto sobre todas las cosas, esos cambios prodigiosos de ritmo, de espíritu, de sustancia, ese atrapar todo lo que se mueve a su alrededor, reinar sobre tan pequeño fragmento de escenografía, atrapar la luz. Ese espacio escénico tan pensado, de Laura Clot, esa iluminación por momentos sobrecogedora de Ganecha Gil, y esa dirección de escena del propio Gabriel Calderón, que no solo nos entrega el texto, sino que anima ese cuerpo listo para ser vivido, absorvido. Carreras no desaprovecha absolutamente nada, es pura expresividad, gesto matiz. Todo es suyo, ese es su pequeño reino, su Inglaterra. Su pequeño reino está hecho de palabras y movimiento. Aunque no le entendamos completamente (sin dejar de admirar el trabajo de traducción al catalán de Joan Sellent) no importa. Es capaz de trasladar todo el significado, toda la emoción con su propio cuerpo, con su propio estar en el escenario. Cuando veía la escenografía, rodeada de ese negro (qué alivio empieza a ser ver el escenario como escenario y no como paredes desnudas), pensaba que yo al teatro también le pido que me engañe, que me mienta, pero que me mienta para alcanzar una verdad aún más profunda. No creo en roturas de cuartas paredes, en distanciamientos, en qué sé yo. Creo en la emoción, creo en ese actor y ese espectador, en ese momento en el que ya no somos teatro, sino seres despojados de todo ese peso del mundo. Soñar, como creer, como crear. Vivir como representación. La iluminación como luz. La palabra como sustancia y substancia. Esencia. El tiempo como un reloj que avanza hacia atrás, al encuentro de sensaciones primigenias. El teatro como intimidad e invitación al pensamiento. Sí, yo quería subir al escenario y abrazar a Joan Carreras. Porque con ello hubiera abrazado también una idea del teatro, un teatro al que no puedo ni quiero renunciar. Por encima de épocas, por encima de derrotas y pérdidas.