El mejor del mundo, de Juan Tallón (Anagrama) | por Gema Monlleó

Juan Tallón | El mejor del mundo

“El pasado y el presente se marchitan.
Y los he llenado y los he vaciado a los dos
y prosigo llenando lo que me espera en el futuro.
Y ahora vosotros, los que me habéis escuchado,
levantaos. ¿Qué tenéis que decirme?
Miradme a la cara, mientras respiro por última vez bajo las sombras de la tarde.
(Hablad sinceramente, nadie os escucha y sólo dispongo de un minuto.)
¿Qué tenéis que decirme?
¿Qué me contradigo?
Sí, me contradigo. Y ¿qué?
(Yo soy inmenso…
y contengo multitudes.)”
Hojas de hierba, Walt Withman  

El primer libro que leí de Juan Tallón (Ourense, 1975) fue Fin de poema (Alrevés, 2015), donde ficcionaba el último día de vida de cuatro poetas suicidas (Cesare Pavese, Alejandra Pizarnik, Anne Sexton y Gabriel Ferrater). Me fascinó su capacidad para adentrarse en ese cuádruple postrer día desde las profundidades del alma literaria de cada uno de ellos sin recrearse en el acto final, narrando un catálogo de posibilidades plausibles, aunque quizás, y eso era lo de menos, inciertas. En Rewind (Anagrama, 2020), la explosión en un piso de Lyon era el resquicio a través del cual Tallón vestía una polifonía de personajes en los que el deseo de rebobinar para vivir distinto se mezclaba con el papel que juega el azar vs las decisiones individuales en la vida. El testigo de ambos libros, el momento de la grieta que provoca la reconstrucción personal (o no), resuena en El mejor del mundo, una novela sobre las oportunidades, la identidad, la extrañeza, las decisiones, las caras del éxito, los errores y el azar. 

Antonio Hitler (y el peso del apellido importa, claro), al fin al mando de la empresa de fabricación de ataúdes que fundó su padre (recientemente fallecido, con quien mantenía una relación de odio virulento a causa de su castradora frialdad), arribista y sin escrúpulos, narcisista y ambicioso (“No ve la hora de celebrar todo lo que le está pasando. Algunos días la vida real se pone a la altura de su versión imaginada, idílica”), iracundo y amoral, regresa de un viaje a una feria funeraria en México (donde ha ido a ampliar el mercado del sector del lujo con su Apolo, el ataúd de pan de oro) tras una última noche de juerga tan exclusiva como atípica. A su llegada a Ourense su vida ya no es la que era, su empresa no existió nunca, su trabajo es como director de un museo, su mujer no es la Lidia que quiere separarse, nunca tuvo una hija, su padre -profundamente protector y cariñoso- sigue vivo (“qué gran padre me perdí, piensa, sin conseguir olvidar cuánto aborreció al que tuvo”), y sus amigos le son desconocidos, aunque sus recuerdos son los del Antonio primero: “Algo lo ha expulsado del mundo tal y como lo conocía y se relacionaba casi pacíficamente con él. Nada entendido como cercano, lógico, cuadra de pronto”. ¿Quién es, entonces, Antonio Hitler? ¿Quién es, ahora, Antonio Hitler? ¿Qué nos hace ser lo que somos? “Asiste al derrumbe del hombre que fue. Es ahora el hombre absorbido, robado, sustituido por otro, que siente que ni hombre es”. ¿Hasta qué punto la identidad se sostiene apuntalada en las vivencias, las relaciones, las circunstancias, y si estas cambian el ser deviene otro?  

Estas preguntas de filosófica respuesta planean por todo un relato que, construido a modo de puzle, entra y sale de la cronología biográfica de Antonio y de su familia (de sus familias). Tallón hace avanzar la trama desde el momento presente del culmen del éxito empresarial y la satisfacción vital (puro egocentrismo, no es que “todo” vaya tan bien a su alrededor) y el desplazamiento de la realidad tras la onírica noche mexicana de alcohol, drogas y, intercalando episodios de la vida pasada gracias a los cuales vemos el presente de Antonio (de cualquiera de las dos vidas de Antonio) como la consecuencia de sus propias decisiones y del contexto (escogido o no) en el que se desenvuelve. Si el rencor de estirpe, la indiferencia heredada, era la semilla de la que germinaban sentimientos y acciones del empresario exitoso, un hecho funesto es el nudo que ata al pasado al director del museo. Si el arribismo del primer Antonio podía ser la consecuencia de todas las carencias personales de su niñez-adolescencia-juventud, la dudosa moralidad del segundo Antonio, pese a ser considerado un prohombre del ecosistema cultural de su ciudad, también bebe de una ambición desmesurada, aunque esta sea mucho más subterránea que la del primero (“¿Es que va a tener que esforzarse en lo sucesivo, se pregunta, en ser todo el tiempo la persona maravillosa que dicen que es? Ser generosa, bienhechora, es agotador, aburridísimo, un poco patético para su gusto, y una forma de esclavitud”). Porque en El mejor del mundo la reflexión que subyace en toda la novela es también un interrogante díptico: sobre la redención, sobre las segundas oportunidades, sobre la culpa y sobre las posibilidades de reparación; y sobre el éxito, sobre qué es el éxito (“El éxito acarreaba un desgaste que no siempre podía verbalizarse porque alguien iba a responder, inevitablemente, lo obvio: Y el fracaso ¿qué?”), sobre las fronteras traspasadas para alcanzar el éxito, sobre los límites morales en los que cercar el ansia personal de éxito. 

¿Cuántos yos pueden coexistir en un solo yo? ¿Cuán de poliédrica es cada identidad (“quizá uno también estaba hecho de desapariciones y transacciones, pensaba”)? ¿El pasado conforma tanto la personalidad como para contenerla inmutable? ¿Cuál es el peso de las fuerzas familiares, sociales, laborales (“sufre el vértigo del fin del mundo”)? Tallón rompe la inalterabilidad de la realidad para permitirle a su personaje, en un peculiar doppelgänger,  reescribir su vida nueva desde otros condicionantes, dándole la oportunidad de ser quizás una persona mejor, de expiar algunas acciones de su propio pasado, aunque aceptando las derivadas del pasado de este otro Antonio (“la construcción del pasado, la historia de su vida, está resultando tan laboriosa que de la curiosidad inicial, y de la necesidad, ha pasado ya al hastío y la desgana”). ¿Qué hacer con el caos que brota en la emocionalidad de saberse, si no otro, sí uno en una vida distinta? ¿Cómo lidiar con la perplejidad de estar en una vida más confortable, pero aun así, desear las sombras de la vida anterior (“piensa en cuánto le gustaba ser él”)? ¿La satisfacción personal de alcanzar unos sueños está por encima de un amplio catálogo de posibilidades de enmienda?  

En 2011 Mike Cahill dirigió Another earth, una película en la que el descubrimiento de un planeta tierra duplicado, habitado por personas coincidentes, permite una realidad alternativa. La protagonista, tras provocar un accidente mortal que trunca sus sueños como astrofísica, anhela en esa “Tierra-2” la posibilidad de reconciliación consigo misma. Al igual que en El mejor del mundo, la extrañeza, lo inesperado y la esperanza bailan una danza que se decanta por un mundo u otro según el peso del mayor de los deseos (y que no voy a desvelar). En ambos casos es necesario reestablecer un pacto entre el futuro y la memoria. En ambos casos hay una piedra de Sísifo que arrastrar y un remolino heraclitiano puesto en cuestión (“quizá el mundo siga siendo el mismo pero con algunas piezas cambiadas de sitio”). 

Ni la película de Cahil ni esta novela son obras de ciencia ficción por más que contengan concreciones de eso tan abstracto que llamamos multiverso (“ahora sí que piensa que hubo algo parecido al final del mundo, y que no estuvo aquí para verlo, y que, en su lugar, empezó otro”). Realismo y cotidianeidad, aún en sus explícitas imposibilidades, son los mimbres con los que se urde este relato que no elude las críticas al capitalismo (¡esa pirotécnica que oferta disparos al aire de cenizas de difuntos!), expone la corrupción de algunas élites desde el sarcasmo y en el que una supuesta bonhomía de lo cultural no presupone necesariamente dignidad ni ética. Tallón convierte lo fantástico en realismo (¡Stephen King sí -¡sí!- ha ganado el Nobel!), se sirve de un punto de inflexión verosímil, aunque de momento (al menos que sepamos) inviable (“acepta que tiene por delante la inacabable, farragosa misión de componer un nuevo mundo pieza a pieza, casi desde cero, y sin que las personas que lo rodean sospechen que viene de otro plano”), y relata las vicisitudes, el desconcierto y la evolución de Antonio Hitler desde su acostumbrada prosa directa, ágil, reflexiva y afilada (“quien sabe si de espejismos también se vive”). Cómo transmite una realidad íntima desde un relato que juega a lo fantástico y cómo nos envuelve con la bruma de los límites entre un mundo y otro es el peso feliz que nos ancla a la satisfacción lectora (“Hay algo en su forma de mirar hacia delante que expresa que su destino es el cambio, que la naturaleza en el fondo de todos los hombres es cambiar, no ser durante mucho tiempo el mismo”). 

Tallón, a medio camino entre la física cuántica, la pesadilla kafkiana, los universos paralelos de David Lynch, y el armario de Narnia (aquí encarnado en un extraño local mutante al que acceder con santo y seña), se vale en El fin del mundo de la ficción especulativa más vilamatiana, bañada con esa ironía amable tan marca de la casa, para trazar un relato en el que el deseo de control sobre la propia vida deviene tan utópico como -al igual que en la vida de todos nosotros- realísticamente irreal.  

“Todo lo que se acaba, y lo que en algún momento fue parte de la existencia de una persona, se somete a dos destinos posibles. En uno se olvida, tras un proceso de demolición paulatino que alcanza su perfección cuando nadie recuerda nada; justo entonces esos hechos del pasado se convierten en inexistentes. En el otro, lo que se acaba se vuelve relato, anécdota, historia, y se deja prolongar cariñosamente en el tiempo”. 


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