Esperando a Godot, de Samuel Beckett. Por Atalaya, dirección de Ricardo Iniesta y Sario Téllez (Sala Russafa)  | por Juan Jiménez García

Han pasado los años, más de setenta, y seguimos esperando a Godot, o a dios, o esperando, sin más. Que algo ocurra, que algo cambie, que alguien llegue y nos salve o nos cambie o nos diga, revele, quién sabe qué. Ese que está cuidando las cabras, allá, en otra parte. Seguimos pensando en Samuel Beckett, y en él está una parte del teatro que atraviesa esos setenta años e incluso del que seguirá. El absurdo. Pienso que el absurdo de Kafka ha sobrevivido mejor que el del escritor irlandés. En Kafka estaba el vacío de las acciones, en el Beckett el de las palabras. Las palabras, el lenguaje, ahí está buena parte de su impacto y permanencia. Como gritaba Nanni Moretti, las palabras son importantes. Sí, lo son, pero ahora están en horas bajas. Cuando releía la obra, antes de volver a verla, representada por Atalaya, pensaba en Vladimir y Estragón como dos payasos tristes. Un augusto y un contraugusto perdidos en tierra de nadie. Aquí, un puñado de zapatos abandonados, muertos, caídos. Creo que esa idea del payaso me viene de la imagen de Anna Lizaran como Vladimir, y es eso, una idea. Pero en la brillante interpretación de Jerónimo Arenal de Estragón también hay mucho de eso (como si las maneras de entender los personajes se hubieran invertido): una fragilidad, una inocencia, frente a Vladimir (Manuel Asensio), igual de vulnerable, pero más próximo a la tierra, menos lunar. Para ambos, esperar a Godot es su manera de esperar un próximo día. Es eso o colgarse del árbol, cosa a la que siempre acaban por encontrar un impedimento (pero que está ahí, presente, ese pesimismo). En esa tierra de nadie, el muchacho, los muchachos que anuncian la no llegada de Godot, no son más que un espejismo (cierto: una imagen proyectada). Cuando veía sus ropas, pensaba en el kintsugi, el arte japonés de reparar con oro los objetos rotos (*). Así también son ellos, objetos rotos con las heridas remarcadas, dando vueltas una vez y otra, a través de su conversación, a esas roturas. 

La entrada en escena de Lucky (Aurora Casado) y Pozzo (Marga Reyes) trae consigo la llegada de la realidad del mundo y la pérdida de esa inocencia (miserable, empobrecida) que ellos representan. La crueldad de Pozzo, sus aires de terrateniente, de jefe de pista en ese circo (vestuario, música, inciden en esa idea, para mí exacta). Lucky no es más que un bulto, a fuerza de obedecer. No es más que un mecanismo gruñón que responde a órdenes y más órdenes. Nos dice Pozzo que él ya se ha cansado. Quién sabe. Debe ser hasta aburrido disfrutar de esa entrega por parte del otro. La crueldad, sin resistencia, pierde su sentido. Solo faltaba el sombrero de pensar, con ese discurso atropellado. Antes pensaba mejor, dice Pozzo. Antes pensábamos todos mejor. Incluso en tiempo de Beckett tal vez pensaban todos mejor. Antes.  

Así pasan su tiempo los cuatro. En el segundo acto, las actrices hacen de Vladimir y Estragón y los actores de Lucky y Pozzo. Pero el segundo acto, ni en su brevedad ni en su contenido, es el primero. Es como rodar por el suelo unos metros más. Es como pensar en el olvido y en un eterno recomenzar. No se trata de empujar la piedra de Sísifo, sino más bien de estar. En Esperando a Godot están mucho. Hablan y las palabras son ese último lugar que les une a algo. Al otro, tal vez. Es la única manera ya no de entender algo sino de la imposibilidad de entender. Debe haber muchas maneras de representar Esperando a Godot (o muy pocas). Lo primero es elegir el nivel de trascendencia, de hondura. Algo que viene marcado por el tempo. Ricardo Iniesta y Sario Téllez eligen la agilidad de los diálogos, alejarlos de la pesadez. Es un acierto (más con esos actores, grandes). Los tiempos ya no invitan a otra cosa. Ahora el absurdo se mueve veloz en espacios reducidos. En los cuerpos rotos y remarcados de Vladimir y Estragón está la representación del mundo, también ahora. Atalaya nos entrega una obra que carece de tiempo pero que los ha atravesado todos. El gran teatro del mundo en un formato íntimo, abrazado a la deriva. 

(*) Es curioso. Viendo imágenes de la obra (incluso el cartel), al principio no era así y estos descosidos no existían. En todo caso, para mí un notable acierto su añadido posterior.


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