Efectos personales / De eso se trata, de Juan Villoro (Anagrama) | por Juan Jiménez García
Leer crítica literaria no deja de ser un trauma, por exceso o por defecto, aunque desde el momento que uno empieza a escribir sobre su relación con los libros de los demás, de alguna manera la suerte está echada, y entonces, de cuando en cuando, uno se encuentra libros como los de Villoro o Loaiza, y le invade, una vez más, una de tantas veces, el síndrome del impostor. Llamar a lo que uno hace crítica literaria cuando uno solo pretende escribir… Decir algo, sobre aquello que nos mueve e incluso, alguna que otra vez, nos conmueve. En Efectos personales y en De eso se trata, reunidos en un compendium por Anagrama, hay mucho de eso, de conmoción. De seguir el curso de libros y autores, de seguir un hilo firme, pero ir cogiendo cosas de aquí y de allá, porque uno nunca está solo, ni cuando lo pretende. Siempre es la suma de un montón de otros, de un montón de cosas, de acontecimientos, de éxitos y fracasos (más de fracasos que de éxitos, porque estos, mayores o menos, son más persistentes). En un libro de crítica, lo primero que apreciamos, es la superficie. Es decir, que escriban sobre aquello que queremos ver escrito. Que escriban de los nuestros. Confrontamos nuestras ideas y debemos entregarnos al juego del descubrimiento, de la afirmación en nuestras creencias o la negación. En lo personal, me entrego a lo desconocido. Hay ocasiones, en las que uno lee con placer no el escritor tratado, sino al escritor que escribe sobre el escritor tratado. Es el caso de Juan Villoro. Sabemos que podría estar escribiendo sobre cualquier cosa e incluso que el objeto de su escrito ni tan siquiera hubiera existido. Existe el gusto por la escritura, como existe el gusto por la lectura, y este no responde a nada, más que intimidades.
Está esa tarea perdida de intentan encerrar en unas pocas páginas, en unos cientos de palabras, la obra de algún otro. Pretender encerrar una obra de críticas literarias, es como la máxima presunción, un excesivo ejercicio de reduccionismo. Entonces se va uno a las generalidades o el vacío. La generalidad (no por ello menos cierta) es que los dos libros de Villoro, convertidos en uno solo, se encuentra la felicidad de leer, la felicidad de entender y también la de transmitir esto. Ya sea desde las afinidades electivas (Thomas Bernhard, Antón Chéjov, Italo Calvino o Bajo el volcán, de Malcolm Lowry), por aquellos a los que un día amaremos (Sergio Pitol, Klaus Mann, tantos), por aquellos que dejamos de amar (Ernest Hemingway, aunque Villoro nos genera la duda de ese desafecto) o por la promesa del conocimiento de otros. Pero no solo eso. El aquí crítico, tiene la habilidad de manejar infinidad de referencias y referentes sin abandonar un espíritu literario y la idea de juego. De armar piezas con forma de referencias, dentro de un discurso repleto de inteligencia. Algo que en muchos da un resultado abrumador y una locura a pie de página, y que aquí produce gozo, por esa idea de acompañamiento, de no perder nunca una línea clara. Qué complicado… y qué fácil lo hace parecer. Entonces, cuando alguien nos pregunte por la necesidad de la crítica, podríamos decir que es esto. Que su necesidad es que cambiarán pocas cosas, pero por un momento nos sentiremos más despiertos, sacudidos por unos textos reveladores, lúcidos, divertidos, eruditos sin sentir el peso de la erudición. La promesa de lecturas y relecturas futuras, bajo otra luz, el presente de Juan Villoro.