El libro cerrado, de Andrei Dmitriev (Ediciones del Subsuelo) Traducción de Marta Sánchez-Nieves | por Juan Jiménez García

Andrei Dmitriev | El libro cerrado

Cuantos libros será necesario leer sobre el siglo XX soviético para darnos cuenta que no seremos capaces de entender nada, tal vez un poco. Que la historia de la literatura sobre aquellos años es una interrogación constante sobre lo que ocurrió, convertido en un tenebroso misterio de proporciones inimaginables (como todo en Rusia). Una interrogación sin preguntas, sino más bien con testimonios, con vidas humanas (aquello que parecía no existir en la mente de ese inmenso aparato burocrático), como si esas vidas fueran en sí mismas una pregunta. El libro cerrado, de Andrei Dmitriev, son más interrogantes, más generaciones que se suceden desde ese primer instante de revoluciones y creencia en algo hasta ese último de desmoronamiento y no creer en nada. De creer en fraternales paraísos a pensar que la única fraternidad posible es aquella que da el dinero, un elemento tan propenso a la traición.

Un barco inmovilizado en el puerto de Hamburgo es el lugar para empezar a estirar el hilo de la memoria, para seguirlo y ver hasta dónde nos lleva y qué encontramos hasta estar ahí. El comienzo es la Primera Guerra Mundial y, por tanto, la Revolución Rusa. Allí se encuentra V. V., un profesor de geografía al que todo el mundo recuerda pero que nadie sabría decir muy bien por qué. Es decir, se ha convertido en un mito. En algo que no necesita explicación. Que es porque es y es suficiente así. Su gran obra ni tan siquiera es esos alumnos a los que enseñó las bondades de su asignatura, si no un museo de ciencias naturales en el que el tiempo se ha detenido en un montón de animales disecados. V. V. engendrará a Serafim, astrónomo, que se encontrará con que la memoria no es la mejor manera de llegar a ningún sitio en un régimen socialista. Y Serafim engendrará a Iona, que sueña con crear quesos maravillosos y viajar en barco, pero que no es más que el punto final en una carrera hacia la destrucción del mundo de su padre y de su abuelo, y la promesa de que nada mejor llegará necesariamente.

Tal vez solo sea una cuestión de tiempos, como el narrador, ese capitán perdido en un puerto alemán indica. Así V. V. podía ser honrado y pensar en cosas elevadas e Iona ya solo puede pensar en revolcarse por el fango y sacar el mayor provecho posible de ello. Mientras, Serafim, demasiado lejos de ambos extremos, solo le queda ser nada. Nadie le recordará, como a su padre, no será ningún héroe, ni local ni nacional, y tampoco tiene intención de aparecer en los periódicos. Andrei Dmitriev escribiendo sus vidas, nos remite a un pasado glorioso, pero del que nadie recuerda los motivos de esa gloria y a un futuro que nos hará idealizar el tiempo pasado.

¿Qué quedará de todo eso? Solo tenemos que encender la televisión o seguir recorriendo la literatura post-soviética para ver que lo único que quedarán son esos restos de tantos naufragios flotando en un mar de nada. Las víctimas son siempre las mismas y cerrar los manicomios no ha impedido perseguir a los locos, como cerrar los gulags no ha acabado con las persecuciones. Está la nostalgia por un futuro que nunca acaba de llegar y que tal vez no lo hará ya. Y ni tan siquiera tenemos la certeza de que habrá escritores como Dmitriev para sacarnos de esas incertezas. La literatura nunca nos salvó de nada, pero al menos nos hizo estar más próximos sino de las verdades del mundo, si al menos de los temores de otros como nosotros.

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