El arrecife de las sirenas, de Luna Miguel (La Bella Varsovia) | por Dara Scully
La polilla revolotea. Su vuelo: un círculo perfecto. Un nacimiento a la inversa. Océano que agita a las sirenas. Me he manchado los dedos con su tacto; sus alas, oscuras, desprenden un polvillo arenoso y tierno que me acuna. Yo, que no deseo al hijo, me he manchado las palmas. Toco estas páginas, el borde afilado del poema. Me corto y sangro leche que me sacia.
Al principio: la muerte. La herida expuesta y dolorosa, la orfandad de la poeta. ¿Puede ser niña quien perdió a la madre? ¿Se puede desear el alimento? La fealdad tiene el aliento dulce de la espera: llenar la boca, llenar el sexo, llenar el vientre con la carne. Con el hijo aún no pronunciado que lave el sabor de la ceniza. Enterrar los dientes para que florezca el árbol y dé fruto. ¿Le está permitido a la poeta? ¿Puede florecer quien ha conocido la miseria? ¿Puede el hijo ser sirena en este vientre?
La espera es siempre dolorosa. Nos hiere la incertidumbre, la ojera, la mirada triste del espejo. Nos hieren los errores que cometimos en la juventud. Le rezamos a la fertilidad para que tiemble el borde de la herida, para que sane y se haga costra. Una cicatriz de flores. Una celebración. Pero a veces las heladas queman los primeros brotes. Y la herida ensancha sus bordes, nos encierra en su plenitud, devora el ruego en la garganta. Un ruego de voz muda que también nosotros pronunciamos junto a la poeta. Un ruego leve como el vuelo de la polilla. Como el círculo que describen sus alas antes de posarse de nuevo sobre la tierra.
Y allí, al otro lado del mundo, encontramos la sanación. En un templo en Kamakura. En un viaje de verano, de lágrima en el templo de los niños. Sus bocas pronunciando la oración. El deseo en sus labios de piedra, en sus boquitas de arena pedregosa. Un viaje como un canto que encierra cierta sabiduría, cierto conocimiento velado. Una especie de certeza, la nuestra, al tocar con los dedos los poemas, sus bordes ahora redondeados, sus palabras sin esquirlas. Y cuando volvemos al hogar y nos dicen: aquí está, aquí la leche, aquí el arrullo, aquí unos pies que no tocan el suelo, también nosotros comprendemos. Que hemos hecho un vuelo en círculo, un viaje de la ceniza a la luz, de una infancia segada a otra que ahora crece como la flor de la buganvilla.
Yo, que no deseo al hijo, me he manchado las manos. He leído en voz alta estos poemas. He seguido el rastro de la polilla, insecto pequeño y dócil, criatura que viene a morir al océano. Yo, digo, he dejado de ser yo. He volado a México y a Roma. He conocido Japón a través de las palabras. De la mirada y el aprendizaje. He sentido contra mi muslo ese golpe sordo como un llanto. Y cuando el nombre se pronuncia al fin – eseHana primero, después Ulises, mariposa que despliega sus alas –, mi entrega es hermosa y absoluta. Celebremos el hipo y la voltereta. Celebremos, me digo, la llegada del calostro. El balbuceo de la criatura que ahora duerme a nuestro lado. Porque ese es el poder que habita en ‘El arrecife de las sirenas’: nos regala un nacimiento, un temblor, un vuelo al que nos entregamos para también nosotros acabar al borde de ese mar, al borde de un paisaje nuevo y luminoso: Ulises.
« no sé donde lo vi o dónde lo imaginé
pero una tarde cualquiera de agosto
una polilla gris chocó contra mi muslo
y en ese pequeño y preciso instante
tú nacías »
[…]
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