Carter, de Ted Lewis (Sajalín) Traducción de Damià Alou | por Óscar Brox
Hubo un tiempo en el que Inglaterra vivía como si se tratase de una novela de Alan Sillitoe, puro Kitchen Sink Drama en el que la mediocridad de las clases bajas reflejaba la falta de aspiraciones de una generación criada entre casas apareadas. Aquella en la que las fiestas al ritmo del Northern Soul, los sábados noche y los domingos por la mañana marcaban el limitado horizonte de ambición. Tal vez el Swinging London, como tantas revoluciones sociales, contuvo esa herida en el orgullo proletario con sus dosis de rebelión y vanguardia, de nuevos aires para recorrer los caminos de siempre. Probablemente, a Ted Lewis le quedaba un poco lejos de su Manchester natal el revoltijo cultural que estaba forjándose en la gran ciudad. Así que, entre paisajes de viviendas de ladrillo rojo, pubs de fachadas cenicientas y los vecinos malencarados de toda la vida, Lewis dio forma a ese género negro que la literatura inglesa necesitaba para desatascar las cañerías del drama social. O, lo que viene a ser lo mismo, para encontrarle un acomodo más propio de la época, entre canallas, desgraciados y delincuentes de medio pelo.
Carter arranca con el regreso a casa de su protagonista, de Londres a una pequeña población cerca de Manchester. A Lewis le sirve para presentar al lector una descripción sucinta del ambiente, de los cambios y transformaciones sociales -la mayoría a peor- acaecidos durante la ausencia de Carter. Las costumbres, los rostros, el paso del tiempo y su efecto demoledor sobre esa memoria familiar que apenas halla un asidero al que agarrarse en su regreso al hogar. No en vano, es la muerte del hermano la que protagoniza el principio de la historia y, casi de inmediato, nos sumerge en el submundo criminal inglés. Uno bien sencillo, al gusto de Lewis, en el que abundan los gangsters que hacen negocio con las tragaperras, el contrabando, los clubes y, faltaría más, las mujeres. A pequeña escala, pero bajo ese manto de invisibilidad que solo los ojos despiertos de Carter saben descifrar.
Para Lewis, diríamos, es tan importante el papel de narrador como el de dialoguista. Su Carter, de hecho, es la clase de obra -recordemos, una vez más, a George V. Higgins- que se apoya, y mucho, en las conversaciones entre personajes. Y Lewis sabe cómo hacer de estas una fuente de información, una clase práctica de costumbrismo criminal inglés; todo ello, con la misma soltura con la que nos conduce de un garito a otro, de una pinta de bitter a la siguiente, mientras Carter cuenta los días para escapar de ese infierno de lluvia y cielos encapotados con la mujer de uno de sus jefes. Al fin y al cabo, el suyo es otro de esos personajes agotados, cansados del oficio de matar, amedrentar o corromper. De ahí la sorna y el desdén con los que se expresa Carter; el pragmatismo y la violencia expeditiva que aplica para sacar sus conclusiones. Lo que sea con tal de acelerar el resultado de sus pesquisas. Si los antihéroes del cine de Carol Reed subían a la colina más cercana para divisar la línea de aquel horizonte inalcanzable para cualquier hijo del proletariado, el Carter de Ted Lewis parece hacer lo propio cada vez que agota una de sus últimas horas antes de su fuga definitiva.
En Carter convive la línea clara del relato criminal, esa que tiene su fuerte en la narración sencilla y la acumulación de situaciones, con una reflexión bastante más amarga sobre ese universo de callejones sin salida y muertes cercanas. No en vano, Lewis nunca oculta que su novela se ennegrece a medida que pasamos las páginas, sorteando afortunadamente los clichés del pintoresquismo rural para apuntar hacia una conclusión fatal. Terminal. Final. Esa misma en la que el héroe se enfrenta a su cansancio, a su falta de horizontes, a su imposibilidad de continuar -porque, admitámoslo, pocas veces las fugas del noir terminan con final feliz. Y de alguna manera, si no es con su propia vida, hay que pagar el billete del viaje. Por eso, Lewis nunca evita mostrar a su protagonista como alguien mezquino, peligroso y terrible, por mucho charm que desprenda el recuerdo de Michael Caine en la adaptación cinematográfica. En definitiva, como un hijo de puta capaz de clavar un cuchillo en el estómago, de golpear con ganas a la mujer del gangster -mientras se preocupa por su otra mujer- y de disparar a bocajarro al sicario que han enviado para devolverle al redil. Todo ello, huelga decirlo, entre fulanas y películas pornográficas, entre mesas en las que se juega al snooker y barras que agotan sus reservas de alcohol para sus parroquianos. En una persecución de ritmo endiablado que, a medida que avanza, se vuelve más turbia y feroz. Más negra y despiadada.
Mientras la literatura escocesa eligió el barrizal como territorio para la novela noir e Irlanda hizo de los criminales de medio pelo su particular olimpo de la literatura negra, Inglaterra trató de conjurar el legado del Kitchen Sink Drama a base de elegancia y balas, sorna y violencia. Carter, novela alfa y omega, de esas que arrancan con un viaje al pasado, en busca de las raíces, para culminar con un aterrizaje en la nada y la destrucción, es la más digna representación de aquella época. En la que el engañoso aire de la rebelión juvenil no podía disimular el hedor de un submundo criminal que, pese a todo, seguía constituyendo una parte sustancial. El horizonte al cual los más mediocres, de vez en cuando, echaban una mirada pensando que, tal vez, algún día saldrían de ese infierno. A ser posible, con vida.
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