Todo tiene un final. Lo bueno, lo malo,… También la obra de Rafael Azcona en La Codorniz fue limitada, y solo nos ha dejado tres maravillosos volúmenes editados por Pepitas de calabaza y Fulgencio Pimentel. Queda todo eso. Sus relatos, sus pequeñas notas y, ahora, sus dibujos, su humor visual, punteado de palabras. Porque sí, Rafael Azcona también fue dibujante. Seguramente algo de él no muy conocido (pese a la popularidad del personaje que creo), por su afición a dejar atrás las cosas. El dibujo por la literatura, la literatura por el cine, el cine por la muerte. Y entre todo, siempre estaba él. Aquí, allí, en un país o en otro, de una forma o de otra cualquiera. Azcona fue algo más, además de todo eso.
Repelencias es el título que recoge esta obra gráfica para La Codorniz. No es un título cualquiera, y ni tan siquiera debe limitarse al repelente niño Vicente, su mayor y también más popular creación. Repelencia por un mundo, por una época, por unas formas que no logramos quitarnos de encima, como algo tremendamente pegajoso. El polvo del tiempo que cae sobre nosotros como caía sobre aquella sociedad gris y triste, es decir, propensa al humor. Hay determinadas épocas o circunstancias que no necesitan que se fabule sobre ellas para llevarnos a la risa. Simplemente hay que mostrarlas (y tener la habilidad para extraer de ellas aquello que las resume). Azcona lo entendió muy bien. Simplemente se tenía que coger el día a día, los periódicos, estar atento a todo lo que le rodeaba y dejar que esa estupidez contagiosa y bien vista se mostrara en toda su desnudez. Frente a esa desnudez, frente a ese niño-dibujante que señalaba al emperador desnudo, el absurdo solo podía hacernos reír.
El repelente niño Vicente es la máxima expresión de este sistema (que también era el de su escritura en la revista). Repeinado y formalista, su mundo responde a unas estrictas directrices en las que no hay espacio para la emoción, porque lo verdaderamente emocionante es el conocimiento por el conocimiento o el orden por el orden. Con la seguridad de que a la buena gente nunca le pasa nada, solo hay que confundirse con el paisaje (urbano preferiblemente), e insistir en llevar por la buena senda (que siempre es recta) a los demás, tan propensos a perderse. De perderse a la perdición el trayecto es muy corto y toda precaución es poca.
Así, los tratados de botánica son preferibles a las flores y no hay espacio para el romanticismo cuando los avances de la armamentística pueden hacer trizas en un momento. Lo malo del cine es que detrás del NODO ponen una película y así nos va a todos. Como estamos en España, al repelente niño Vicente nadie lo manda a paseo, soportándolo desde la perplejidad. Morirá en la cama, seguramente.
Rafael Azcona tenía buenos maestros en La Codorniz en eso del dibujo y del humor, y lo aprovechó bien. Su obra no se limito al niño tocapelotas, aunque sí fundamentalmente, debido también a su éxito. En el resto, su escritura se confundía con su humor visual, un visual que incluso llegó a jugar con el collage y que le llevó, años después, a revisitar a su personaje con Chistes del repelente niño Vicente, que cierra este volumen. Curiosa y atrevida reformulación en su dibujo, no muy conseguida con respecto a su trabajo anterior. Y mientras tanto, no dejan de sonar las campanas, recordándonos que pasaron sesenta años pero no hemos ido muy lejos. Y lo peor, ya no le tenemos a él. A Azcona. Los repelentes siguen ahí, gobernando el mundo.
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