Munari’s Books, de Giorgio Maffei (Princeton Architectural Press) | por Alicia Guerrero Yeste
Imaginar. En aquel sentido en que, en la infancia, escuchábamos que imaginar era esencial. Que había que aplicar la imaginación en cada momento cotidiano: para jugar, para dibujar, para leer, para pensar… La imaginación era una sustancia valerosa e inteligente, y que nos hacía también a nosotros serlo. Su mayor cualidad era hacernos ver que la realidad era inmensa, llena de caminos, de túneles, de ventanas, de torres, de horizontes… que cuanto más grande era la realidad que veíamos fuera más enorme se volvía nuestro territorio interno, y más libres y audaces éramos en él.
Nos lo decían adultos. Adultos que preciaban esa facultad, que habían sabido preservarla. O, quizá, aún más difícil: comprender conscientemente su valor e ir a reencontrarla. Esto último trae la imagen de la Wendy adulta ante Peter Pan, titubeando, conmocionada, deseando volver a ser llevada por él. Peter Pan era muchos deseos, entre ellos el de esa libertad que despreciaba el mediocre gris de la realidad estructurada por las convenciones de la ortodoxia adulta. Bruno Munari fue uno de esos adultos. Un creador que no produjo meramente valiosos refugios fantásticos, sino un reivindicador de la esencialidad de la imaginación como herramienta vital para cada individuo y un convencido de su valor como fuerza para configurar una mejor sociedad futura.
Vinculado en sus inicios al Futurismo italiano, la trayectoria de Munari como diseñador gráfico, ilustrador y generador de proyectos editoriales destinados a la infancia que nos presenta esta monografía lleva a comprender la crucial trascendencia de aquellas figuras particulares que preservaron e hicieron madurar la mejor vertiente de la energía brillante y el arrojo de la juventud espiritual que albergaban las vanguardias históricas. En su caso, concretando la fascinación futurista por el progreso tecnológico en una experimentación incesante con el libro para hacer que su poder como herramienta de crecimiento mental, primordialmente a través de la imaginación, derivase de su dimensión material, y sobre todo en ocasiones, de la ausencia de palabras impresas. Su concepto ontológico del libro estaba emparentado también con el de la boîte surrealiste.
Hacer del tacto un sentido a través del cual leer y la abstracción de las imágenes y las cualidades de los materiales conformadores del libro como instigadores de la apertura y construcción de otros cauces mentales, de descubrimiento y de construcción de ideas y procesos internos. Leer sin palabras, a través de otros signos, de colores y materiales…de efectos e impresiones que nos penetren no sólo a través de la vista: una sacudida revolucionaria e iluminadora para quienes vivimos refugiados en libros llenos de líneas de letras y sublimamos el valor de la palabra, su resonancia sonora interior, sus vericuetos ontológicos. El deseo de aprender el alcance de otros estados, de impulsarnos por otros canales de la imaginación. De ser educados en otras formas de lectura.
Y, por encima de esto, reconocer una lección aún mayor y que delata de manera más flagrante la pomposa mediocridad que hay tras tantos alardes autosublimados como originalidad e innovación; y que es la de comprender que crear verdaderamente, y hacerlo audaz y revolucionariamente, significa introducir cambios, transformaciones, destinados a reforzar y seguir haciendo crecer el cimiento humano ya existente. Que lo realmente valioso de la novedad es lo duradero y sólido de su efecto.
Algo de esa lección parece palparse en la actitud con la que el historiador del arte Giorgio Maffei ha planteado esta monografía, logrando un volumen impecable e indispensable como referencia bibliográfica académica sobre Munari que, sin perder en momento alguno su carácter objetivo y metódico y optando por una exposición netamente sintética y clara, sabe componer también el retrato de su espíritu, reflejando lo infatigablemente optimista y enérgico de su empuje creativo, de su capacidad para hacer fructificar el encuentro entre idealismo (incluso espiritualidad) y pragmatismo y mantener el eco inspirador de su poética y su humor.
Maffei subraya la fuerza de estas cualidades presentando la crucial importancia que diferentes protagonistas como los editores Giulio Einaudi y Giuseppe Muggiani, así como escritores como Gianni Rodari y Nico Orengo, entre muchos otros, tuvieron dentro de la trayectoria de Munari, como activos y leales camaradas en la materialización de libros que ayudaran a expandir esa ideología de una imaginación cuyo fin último sería dotar a los niños de criterios propios, de un sentido de libertad, de respeto democrático. Una imaginación «no para hacer que todos sean artistas, sino para que nadie sea esclavo» (tomo esas palabras de la Gramática de la fantasía de Rodari).
Una reivindicación de la infancia surgida de las mejores cualidades de la adultez, o cuanto menos de una adultez que rechazaba el infantilismo: consciente de la necesidad de evitar confundir e imponer sus propios deseos o su propia interpretación de la infancia con la realidad de esta. Entre esos colaboradores cruciales en la trayectoria de Munari se contó su hijo pequeño, cuya reacción le permitía comprobar si sus ideas (en sus inicios, apoyadas en las teorías de Jean Piaget) funcionaban. Seguramente ese cuestionamiento de la validez de los criterios adultos puede considerarse en sí mismo revolucionario y la más coherente base para replantear la pedagogía infantil y la renovación del fomento de la imaginación. «La curiosidad queda bloqueada a causa del efecto devastador de los objetos para niños creados por adultos a su imagen y semejanza», afirmaba Munari, que rechazaba también de plano el uso convencional de los cuentos tradicionales, prefiriendo el cultivo de relatos donde de repente la magia o la sorpresa pusiesen patas arriba lo cotidiano o bien trasladar a esos mismos territorios de lo inesperado a figuras clásicas (como Caperucita, por ejemplo, que dejaría de ser roja, para pasar a ser verde o amarilla o blanca dentro de alguno de los volúmenes de la colección Tantibambini, que Munari dirigió durante los años 70 para Einaudi). No deja de haber una cierta amarga verdad en esa constatación sarcástica que Munari hacía respecto a cómo el dudoso gusto que encarnan las figuras de enanos que con tanta ilusión plantan tantos adultos en sus jardines no es sino reflejo de una imaginación excesivamente condicionada (por lo visual, por las restricciones narrativas, cabe entender) y que, finalmente, quedó limitada.
Recorrer esta cronología creativa, que abarca de 1929 a 1997, supone confirmar (quizá a través del propio recuerdo personal) el inmenso valor del libro como herramienta para aprender y para soñar despierto. Munari diseñó, ilustró y/o escribió libros que hablaban sobre ciencias naturales o el funcionamiento de las máquinas, recopilaban poemas, plasmaron gráficamente los conceptos del Futurismo, enseñaban el abecedario, eran un diccionario para entender el lenguaje gestual de los italianos o hablaban sobre arquitectura, contaban historias, estaban hechos de tela u otros materiales, tenían portadas que alentaban a sentarse en calma para leer todas sus páginas, enseñaban a dibujar árboles o el sol…o entre otras cosas ilustraban la noche con una página completamente en negro o un lugar nevado con una página completamente en blanco. Se inventó también un alter ego para hacerlo, alguien a quien llamó E.Poi y que se divirtió recibiendo cartas de Einaudi, dirigiéndose a él con toda formalidad, durante mucho tiempo.
Pedimos a menudo vigor para vivir a los libros. Munari nos demostró que también podemos pedirles que lo transformen absolutamente todo.
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