Todos están muertos, de Marisa Benito Crespo | por Gema Monlleó
“para ti, no hay herida”
La cámara lúcida, Roland Barthes
Algunas veces la serendipia me hace regalos. Topar con una referencia de Todos están muertos, el libro-más-que-un-libro de la artista visual Marisa Benito (Barcelona, 1974. IG: @marisa.benito), me ha permitido adentrarme en el desconocido mundo de la fotografía escenificada por vía de la imagen y de la literatura.
Todos están muertos es un proyecto tríptico sobre la pervivencia de la memoria a partir de imágenes re-versionadas (y en el libro re-versificadas): un cortometraje (ganador del Premio a la Mejor Película de Animación en el Pápa International Historical Film Festival de Hungría 2024 y que ha participado en más de una veintena de festivales internacionales), una exposición con las fotografías intervenidas (hasta ahora programada en el Centro de Arte Rafael Botí de Córdoba) y un libro de artista (con tirada limitada, 300 ejemplares) en el que diferentes poetas dialogan y juegan con las imágenes en una tercera resignificación tras la primera realizada por Benito con el paso del soporte físico al digital y su posterior corporeidad tras sus modificaciones (“en el centro ligero donde brota / estalla y se diluye suavemente / tu esqueleto”, Félix Moyano).
A partir del found fotage de fotografías familiares (imposible aquí no recordar la película My Mexican Bretzel, Núria Giménez Lorang, 2019), el tesoro material analógico que pasaba de generación en generación y que podía mirarse y tocarse para evocar el recuerdo de un momento o de un ser querido, y de la contemporaneidad del soporte inmaterial digital que convierte nuestros propios archivos en colecciones volátiles y sobreabundantes, Benito reflexiona sobre la memoria (interrogándose sobre la de los nativos digitales), elabora un discurso en el espacio-tiempo a través del tránsito de soportes de las imágenes, y construye metáforas poéticas a partir de los diversos modos de plasticidad (¿de la muerte?, ¿del duelo?, ¿de la pérdida?, ¿tal vez del descubrimiento?).
“El papel de los muertos en las fotografías de antes era el sepulcro adecuado”, escribe Jesús Tíscar acerca de las fotos “encubetadas”, contraponiéndolos a los muertos “menos serios” de los archivos digitales actuales que permiten la multiplicación de las instantáneas ad infinitum. ¿Dónde quedan ahora los salones de varios siglos de antigüedad con “todos sus muertos en orden”? (Elena Román) ¿Cómo lanzar preguntas como astillas a los “niños tumbados / con flores en las manos y en la boca” y a “los padres, con un bigote como enésima extremidad”? La implicación estética y artística de la literatura, a partir de los textos que acompañan los retratos, le sirve a Benito como el rasgo distintivo de la particularización última del contenido de las estampas (“Hallar refugio en el color, en el gesto y la geometría”, Pablo García Casado).
El cuestionamiento dramático de las fotografías, su naturaleza orgánica degradada, la transformación causada por el paso del tiempo (moho, insectos, microorganismos), se enfatiza poéticamente al hilo tanto de la pérdida (“El terror no está en el pájaro / ni en la sangre ni en el juguete que cae / al suelo con estrépito, / está en la imposibilidad de la memoria”, Rosa Berbel) como del hallazgo (“De la muerte brotamos las flores”, Ana Castro). La intertextualidad palabra-imagen-intervenida vs espacio-en-blanco se acompaña de líneas de texto plano en código binario en una llamada a un hipotético ensamblador (¿demiurgo?) del futuro.
La intervención de Benito en las fotografías (craquelados en la piel, ojos que son sólo una gruesa lágrima, máscaras de calaveras fraccionadas, telarañas colonizando el espacio, rastros de fuego, derrames de color, halos y auras rodeando los cuerpos…) es el primer verso que la artista lanza a los escritores que participan en su proyecto, la espita desde la que iniciar su diálogo, su reflexión, su recreación (¿la ficción, tal vez, de un pasado?: “Ella notaba mi nariz pegada a su piel apenas cubierta de licra, pero no se movía”, Vicente Luis Mora). Ver una serie de imágenes, y percibirlas (“Es que me está pasando / delante de la frente un tren de imágenes / pero ninguna es mía”, Juan Andrés García Román). Contemplar rostros de desconocidos, y acariciarlos (“vagabundos los despertares, para siempre”, Alejandra Vanessa). Observar los pliegues de un vestido, y notar esas arrugas en los dedos. Admirar las flores que brotan de una boca muerta, y embriagarse con su olor. Protagonistas todos de una existencia ya perdida reconvertidos ahora en pedazos de una nueva verdad (“no soportan volver / porque saben de sobra que los lirios / que compraron antes de irse / no habrán resistido el calor”, Juan Domingo Aguilar). Benito, como los resurreccionistas del siglo XIX, trasunta de Víctor Frankenstein, galvaniza posturas, expresiones, miradas, sonrisas (“Sonrío eternamente congelada”, Anáis Vega) alumbrando icónicamente nuevas criaturas en el frío sepulcro en que las imprime.
Los participantes en este proyecto establecen un cuádruple salto mortal con la ficción: con los ya no incorruptos fotografiados, con el resultado estético tras su reconstrucción, con Benito como creadora y con los lectores como receptores del objeto último que todo lo contiene. Cuerpos como almas (“el cuerpo es un atributo de la nostalgia, / son todos moléculas de luz posthistóricas”, Azucena G. Blanco), almas en tránsito (y aquí resuenan los daguerrotipos de la fotografía mortuoria de la novela Anoxia de Miguel Ángel Hernández, Anagrama 2023), cuerpos espejo del ser que ya no es (“y el tiempo es un túmulo ya visitado / donde el ser cuenta los eones como segundos”, Rafael Antúnez Arce), cuerpos-materia, cuerpos-mancha, almas-claustro (“Ahí pasea la muerte en busca de un rincón / de cristal para dormir”, Elena Román). Esta ficción especulativa imagen vs texto remite también al bello Querida Theresa (Comisura, 2024), un proyecto literario en el que cuatro escritoras recreaban momentos de la vida de la fotógrafa Theresa Parker Babb (1868-1948) a partir sus propias imágenes.
Postfotografía de la fotografía (“Insolencia de un trino”, Juan Antonio Bernier), desmaterialización y simbolización, un nuevo mapa del tesoro en el que la X es la incógnita que entrañan los archivos digitales personales (“Sólo ellos susurran la respuesta más codiciada: el después”, Ana Castro). ¿La sobreabundancia se aparea con lo efímero? ¿La descorporeización de las imágenes conlleva su extravío? ¿El recuerdo estático de un instante fotografiado deja de existir cuando no lo miramos (o encontramos)? Benito dibuja nuevos límites en lo impreso, deshace los confines entre la realidad preexistente y la nueva “momificación” de aquellos seres creando una nueva y subjetiva escenificación narrativa modelada en papel con voluntad de permanencia. Los cuerpos de Todos están muertos no son sólo los cuerpos de los que ya no están, son también el compromiso de unos cuerpos con el presente resistiéndose a desaparecer frente a una nube inmaterial que amenaza con llenarse de basura digital.
“La carne cuece mientras,
se ablanda a golpes,
pronto podrá ser consumida
en el festín de la naturaleza”
(Rafael Antúnez Arce)