Sonata de otoño, de Francisca Pageo (Llibreria Ramon Llull, del 28 de octubre al 28 de febrero)  | por Juan Jiménez García

Hay algo en la obra de Francisca Pageo que reclama la necesidad de escapar. Escapar a un cuerpo, escapar a una mente. Escapamos a la realidad que nos circunda (o que nos invade) como mejor podemos. Están los sueños. Francisca es una gran soñadora, alguien que sabe dormir. Dormir no es cualquier cosa, y, últimamente, se ha convertido en una cuestión química. Pero para ella, en el discurrir de los días, el sueño es una sucesión de la vigilia y la vigilia del sueño, con la misma naturalidad con la que un artista es una sucesión de momentos de creación y de agotamiento, de agotamiento y de creación. Luz, noche. Todos los contrarios se encuentran en aquellos que buscan, que necesitan crear como respirar, que aspiran a que la belleza sea aquello que da cuerda al mundo y a uno mismo. Aquellos que esperan ese accidente, esa ruptura del curso normal de los acontecimientos y del que surgirá algo más, que en el caso de Francisca es el desgarro. Manuel Borrás, en su introducción a la exposición, a esta Sonata de otoño, hablaba de la melancolía. Y yo añadiría: la melancolía de la espera. 

En estos diecinueve collages, nos encontramos dos elementos recurrentes: las mujeres y los pájaros.  Mujeres de miradas lánguidas, lejanas, de otro tiempo, pero que en esa lejanía parecen llamarnos. Los pájaros, rara vez vuelan. Como la artista, esperan, y entonces el otoño, ese tiempo que parece destinado a la disolución de las cosas, a la caída, al despojamiento, más final que el propio el invierno, entonces, decía, el otoño surge como un estado de ánimo, de reconexión con la luz, demasiado invasora en los veranos cada vez más interminables y ausente en la próxima estación. La naturaleza está ahí, como están ahí esas ansias de libertad, de salir, de huir. Pero sin ir muy lejos. Salir en la certeza de que todos los mundos, para alguien que crea, están próximos, y que incluso los lugares más lejanos son una cuestión de intimidad. Los pájaros, sus horizontes inabarcables, su ausencia de límites, los espacios infinitos, son la posibilidad, la necesidad de una fuga. 

En algunos momentos, esos pájaros, esas mujeres, se convierten en una sola cosa. Sus cuerpos se superponen, sus ojos, su mirada, es una sola mirada. Su mundo, un solo mundo. La mujer pájaro. El pájaro mujer. La libertad como estado de quien no está preso. Igual que hay que devolverles a las palabras su sentido, su justeza, en un mundo verborreico, hay que devolverles a las imágenes (igualmente convertidas en nada por el exceso) su fuerza primitiva. Y ahí están los collages de Francisca, fuentes de una energía que se encuentra, se concentra y se queda suspendida en un tiempo que viene de muy lejos para perderse no en el futuro, sino en un tiempo que le es propio. Un espacio donde ya no hay miedos ni pesadillas, donde habita la calma del trabajo hecho, de la creación conseguida, donde el cansancio queda destruido por la belleza de las cosas y de lo vivo, de la vida. Decía Jan Švankmajer que para ver había que cerrar los ojos. Y ahí está el misterio de estas obras, en ese reposo, en esa tranquila palpitación tras la que se esconden tantos terrores. Convertir la vida en sueño. O los sueños en vida. El acto de la creación como un acto de restitución. Ser.


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