Soñka, manos de oro, de Natalia Litvinova (La Bella Varsovia) | por Gema Monlleó

Natalia Litvinova | Soñka, manos de oro

“Cuando pienso en mi vocación no temo a la vida” 

Antón Chéjov 

Érase una vez. Érase una vez una niña. Érase una vez una niña en Polonia. Érase una vez una mujer en Rusia. No, no voy a escribir un cuento, aunque sí voy a escribir sobre una leyenda. Una leyenda basada en hechos reales, como la mayoría. La leyenda de Sheindla-Sura Leibova Salomoshak-Bluwstein (o Sophia Ivanovna), más conocida como Soñka-manos-de-oro, protagonista del poemario homónimo de Natalia Litvinova recién publicado en La Bella Varsovia. 

¿Una leyenda biográfica en un poemario? Sí. Una historia narrativa y cronológica escrita en verso, precedida en cada capítulo por un refrán ruso, que bien podría ser un largo poema río. No hay nada más (y nada menos) en Soñka, manos de oro que la desgraciada y épica historia de una ladrona de la mano (también de oro esta vez por la brillantez de lo escrito) de Litvinova, poeta nacida en Bielorrusia y afincada en Buenos Aires desde los diez años. El poemario contiene incluso fotografías de esta Robin Hood rusa (aunque nacida en Varsovia) finalmente atrapada y juzgada y que pasó los últimos años de su vida cumpliendo condena en la isla de Sajalín (de donde se decía que quien entraba allí, jamás regresaba). ¿Espóiler? No, en la lectura sabemos desde el primer momento cual es su destino final y ello no impide la fascinación. 

Los primeros poemas retratan el juicio de Soñka (“Me preparé para este juicio / como para un robo, / imaginé las preguntas y las respuestas / acostada en el catre duro), ponen de manifiesto la personalidad combativa de la ladrona (“Damas y caballeros / soy hija, soy huérfana, / soy mujer, soy viuda, / y aunque me obliguen a decir / el nombre que me dieron al nacer, / moriré como Soñka, manos de oro”) e inician su monólogo ante el tribunal, que será siempre el destinatario de sus palabras. 

Cuando Soñka echa la vista atrás relata su fascinación por el lujo (“Podría haber sido / monja, esposa, vendedora de flores, nodriza o cocinera. / Pero siempre me gustaron el esplendor (…) / Lo que se guarda bajo llave / en las residencias / de la aristocracia”) y el determinismo que la conduce al robo como modus vivendi (“Soy una estafadora / igual que mi padre / y el padre de mi padre, / no puedo escapar a mi destino”) a pesar del cual disfruta de unos años de tranquilidad y felicidad con su primer marido (“Pasábamos horas acostados, / sus manos recorrían / mi espalda y mi pelo. / Tardes en las que la fruta sobre la mesa / deseaban que el sol las quemara, / y yo padecía / la serenidad”). Esa serenidad redentora (“Señoras y señores, / mientras estuve con Aarón, no robé”) desaparece con su muerte y tras su fallecimiento abandona su ciudad para dirigirse en tren a San Petersburgo donde formará una “organización clandestina de ladrones”. 

“Estimados ladrones,
frente a ustedes está Soñka, manos de oro,
La mujer que los convertirá en leyenda.” 

Para planificar su “expansión” los educa (“No iba a ser fácil, estos ladrones no tenían modales / y apenas se bañaban”) y adiestra (“Robar es como cualquiera de las artes, / tenemos trajes, ensayamos, / elegimos el escenario / y estrenamos nuestra obra”) y justifica sus actos como si de una justiciera del reparto de la riqueza se tratase (“No soy pobre y no robo para ostentar, / sino porque hay hombres / empollando huevos de Fabergé”).  

El punto de inflexión en su vida es el encuentro fortuito en un tren destino a Moscú con Mijail Bluwstein (“Vi ese brillo en sus ojos, / yo reconozco a los ladrones”), el que será su nueva pareja (“Su hijo intentó robarme en el tren, / nos dedicamos a lo mismo, / nos acercó lo que amamos”). El amor y la pasión le nublan la vista a pesar de los consejos que le dio su padre en vida (“Una ladrona enamorada / es el peor error del mundo, / solo tiene un camino, / el de la cárcel”) y la codicia de su marido será la perdición de ambos: 

“Los policías siguieron a Mijail.
Le dije que no dejara huellas,
que no se emborrachara,
que estaba siendo torpe, 
para nosotros no habría piedad.
Nos separaron.
Supe que gritó su nombre y el mío
antes de ser fusilado.” 

Desde la cárcel, y a la espera de ser juzgada, Soñka se lamenta de su encierro (“El sol era un aro de fuego / que yo quería atravesar. / Pero no ardía / para mí”) sabiendo que su destino fatal será la colonia penitenciaria de Sajalín (“Qué pobres / se volverán mis ojos / en esa isla”) a la que llegará tras una travesía en tren que cerrará el círculo de sus viajes anteriores (“Hermano, otra vez juntos, / cruzamos la ciudad adormecida / y siento tus venas de metal / como si fueran mías, / palpitando de miedo / bajo la nieve”). 

Litvinova se aleja voluntariamente de las versiones míticas sobre la vida de Soñka (narradas en la prensa de la época -el Diablo con faldas, la Zarina del crimen– y en películas como Desire -1936- con Marlene Dietrich en el papel protagonista) y de la versión oficial e histórica que pudiera estar contenida en archivos, para crear un tercer personaje: su Soñka, su voz, su discurso, sus lamentos, sus reivindicaciones, su fortaleza, la aceptación de su destino. Ella, Soñka, luciendo con orgullo femenino el estigma del Mal, la letra escarlata, la herencia de sangre tan determinista como liberadora.  

Érase una vez como un largo poema fragmentado, o una colección de poemas narrativos, relata una biografía mítica desde el discurso último de su protagonista. Érase una vez una niña polaca fascinada por el oro y las joyas. Érase una vez una aprendiz de ladrona tan diestra que se convertiría en maestra. Érase una vez una ladrona-actriz rusa, una actriz-ladrona rusa (“Señoras y señores, / robar es un arte teatral”). Érase una vez una leyenda nunca aplacada del todo por la mano del hombre (“Díganme, señoras y señores, / ¿ante qué ley debo arrodillarme / si todas fueron escritas por los hombres?”). Érase una vez una estirpe de poetas: 

“Si en Sajalín me dieran
una hoja y un lápiz,
escribiría una canción
sobre ustedes”. 


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