Diarios completos, de Sylvia Plath (Alba) Traducción de Elisenda Julibert | por Almudena Muñoz
«Yo no quiero morir.» Comienzos de agosto de 1952.
En una charla organizada en la Biblioteca Pública de Nueva York a propósito de la gira de presentación de la ¿novela, memoria? Moonglow (2016), el autor Michael Chabon reconocía la pereza que le inspira la repetitiva inquisición del periodista y lector que desean saber qué partes de un libro son ficticias y cuáles prácticamente transcritas de la realidad. Si el escritor cede al antojo y revela que el mayor porcentaje de un texto es ficticio, se producirá una desilusión nostálgica sobre la realidad; pero, si opta por asegurar que casi todo está tomado de un testimonio auténtico, la capacidad inventiva del autor y, por tanto, su oficio parecen quedar en entredicho.
Cuando aborda entrada tras entrada de sus cuadernos de diarios, conservados de forma intermitente entre 1952 y 1962, Sylvia Plath parece establecer una lucha entre ella y la vida, como cualquier confesión privada. Aún más sangrante es la guerra que entabla entre los materiales de su vida y las capacidades que ella tiene para transformarlos en ficciones que provoquen la tríada satisfecha, la que implica al público promedio, a los círculos intelectuales y a ella misma (quien también pelea por sincerarse acerca de si pertenece más a uno u otro ambiente). Por esta misma razón, los diarios de una figura pública acaban sirviendo tanto al propósito del académico como del morboso sensacionalista, pues contienen entremezclados esos dos ovillos que autores como Chabon detestan separar. ¿Cómo podemos saber qué párrafos escritos por Plath son fieles a su vida y cuáles una hipérbole fantasiosa (a menudo ebria) de cualquier jovencita que, en el fondo, escribe como para una audiencia, dejando el diario apetitosamente abierto sobre su escritorio?
La propia Sylvia reconoce su urgencia por practicar diálogos y aportar perfiles psicológicos a personajes que provoquen nuestra empatía. Quizá nunca llegó a confiar en su técnica si definimos que su única muestra de ficción, La campana de cristal (1963) rezuma tantos aspectos autobiográficos como un vaso de cianuro espumeante (esa clase de imágenes irónicas y melodramáticas que tanto le gustaba invocar). Pero antes de escribir ese punto sublime y catastrófico, Sylvia va y viene como una marea agitada en una playa vacía, y lo mismo condena la introspección y describir sólo lo que uno ve o siente, como reproduce un poema amoroso, y a una entrada en la que se reafirma que debería escribir un suceso horrible y real le sigue otra sobre una descripción de la luna.
Ficción y realidad se convierten en un trampantojo pintado sobre una cinta de Moebius que queda sin solución ni un remedio agradable para el alma. En sus años de crecimiento clave, entre Estados Unidos y Europa, Sylvia es la casi adolescente que garabatea sobre chicos, ropa, cenas y desayunos descritos lujuriosamente, nevadas y escritorios, mocos, escaleras de residencia, coches rojos, empleos temporales, vello corporal y becas, junto a la inquietud intelectual que queda en acotación de sus tareas académicas, en un desatado testimonio a la altura de Muriel Spark reescribiendo Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955). Será después una mujer impaciente por sentirse sensual, aguda y poderosa, y que termina siendo la esposa y madre que lee clásicos a solas y sobre la que sospechaba en sus primeros diarios: la escalofriante profecía que redacta el 7 de julio de 1952, una década antes de su muerte: «¿Cuál de las dos cosas…? ¿La dama o el tigre? En diez años lo sabremos».
Al igual que sucede con las obras de ficción, los diarios también se comportan como criaturas incontrolables, pues cree Sylvia que «este cuaderno oscila entre la cháchara femenina que tanto odio y el cinismo afectado que quisiera evitar» (25 de enero de 1953). Entre medias, flores secas, aparecen retazos de libros sin escribir, como si perteneciesen a cuentos descartados por Katherine Mansfield. Omisiones, ausencias y un feminismo maduro y notas todavía sexistas pespuntean el discurso, una combinación mortal tal vez expresada en su mayor esplendor en el encuentro en una fiesta de Cambridge el 25 de febrero de 1956 con quien sería su esposo: «Resultó que era Ted Hughes». A partir de entonces, otro bullicio de opuestos, de casas feas y gritos de júbilo, de arándanos azules y buzones oxidados (1958).
Las notas y fotografías que acompañan a esta lujosa edición devuelven la lectura a su contexto real, aunque al regresar al texto se imponga de nuevo esa amenaza de fábula con desenlace fatídico. «Al saber que no podía ser grande, me negué a ser pequeña.» (19 febrero de 1956) A pesar de la altura de sus versos y de su lúcida experiencia femenina, las fauces del tigre fueron más grandes.
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