La consagración de Ashenden, de Stanley Elkin (La fuga) Traducción de Montse Meneses | por Óscar Brox
Una de las principales dificultades de la obra de Stanley Elkin consiste en saber cómo responder a la siguiente pregunta: ¿qué entendemos por literatura? El garante, por poner como ejemplo una de sus novelas breves, es un ejercicio torrencial a propósito de las posibilidades del lenguaje y el uso, más que ingenioso, de la palabra. De hecho, prácticamente desde el mismo arranque, el lector se deja llevar por esa trituradora verbal con la que Elkin invoca lo culto y lo chabacano, la metáfora brillante y la asociación de ideas menos sutil, lo inteligente y lo absurdo; en síntesis, todo un juego de contrarios y de adjetivos que, fundamentalmente, nunca dejan de señalar esa capacidad del lenguaje para dar de sí. La trama, aunque importante, es lo de menos.
La consagración de Ashenden es una obra de la misma estirpe. Novela breve, casi un relato, contada por un personaje, Brewster Ashenden, que invierte páginas y páginas en autodefinirse. Un personaje hecho de palabras, a la medida de Elkin. Aquí el ritmo no es tan aplastante, como de improvisación de jazz, sino que su autor maneja otra clase de cadencia. Las metáforas no buscan, en primera instancia, lo chabacano ni lo pornográfico. Los adjetivos son el aderezo para una criatura que se mueve en otra órbita social. El éxito y la elegancia. La clase. Se podría decir que Elkin lleva a cabo una disección de ese concepto, aplicado a esa porción del país que puede vivir por encima de las posibilidades de la mayoría.
Hasta cierto punto cuesta un poco ver la parodia en el personaje. Elkin no pretende mostrarnos la comicidad propia de un miserable en un ambiente social privilegiado. Eso sería lo fácil. O, simplemente, lo moralista. Lo que busca es más bien ver cómo se construye esa voz literaria. Cuáles son las palabras, cómo se maneja con las metáforas, las imágenes -es difícil elegir otra palabra en un mundo como el que retrata Ashenden- y cómo todas ellas pueden ser capaces de definir una determinada emoción, un anhelo. Aquí, la búsqueda de una mujer para Brewster.
Elkin entiende la parodia como algo, casi, pornográfico. Como sucedía con el Fenicio de El garante, el problema nunca radica en sus personajes y las acciones que los caracterizan, sino más bien en cómo chocan violentamente con un mundo reglado desde otras coordenadas. Son agentes del caos, porque a medida que penetramos en su forma de pensar lo que vemos no es tanto un alto grado de mezquindad o miseria moral, sino más bien la necesidad de una serie de constricciones para poder pasar por el aro de lo socialmente aceptable. Una ironía, si tenemos en cuenta que Ashenden pertenece a algo parecido a una élite, a diferencia de los demás.
La cuestión es que al autor de Magic Kingdom le interesa jugar con el lenguaje, manosearlo, estrujarlo, estirarlo y sacarle todo su brillo erótico a cada palabra. Lo de menos es que Brewster corteje a una mujer enferma de lupus o que su interminable (auto)descripción moral juegue con hasta el último resorte posible a su disposición. Porque, y aquí viene lo interesante, Elkin no se ríe de su criatura o no la plantea en términos humorísticos. Como mucho, se reirá de una sociedad lastrada por sus conveniencias y convenciones. Y si se ríe, lo tiene que hacer violentando aquellas emociones morales, aquellos sentimientos, que cualquiera diría que viven embargados de algo parecido a la pureza: el amor, principalmente.
En una conversación con William H. Gass, Elkin se lamentaba de lo mal entendida que resultaba la última parte de su novela. La risa que provoca el sexo enloquecido de Brewster con una osa del bosque difumina lo que de verdad le interesa a su autor: hablar del amor. Proponerlo con la metáfora más chirriante, con las palabras más lúbricas y desagradables, con ese ritmo cadencioso con el que describe minuciosamente el encuentro entre hombre y osa. Es amor, al fin y al cabo, solo que el suyo es hacia las palabras. Y en verdad toda la escena describe una mezcla de risa frenética y de curiosidad morbosa, de admiración literaria y de pirueta de escritor superdotado. Nunca follar con una osa pudo ser mejor manera de abordar un asunto serio como el del amor en una sociedad engullida por la vanidad moral y el capitalismo salvaje.
Como sucede en sus relatos y novelas, el lector de Elkin cae presa de un extrañamiento. La hoja se vuelve un lugar incómodo. La propia novela, también, a medida que Brewster abandona la cercanía de su monólogo público para darse un garbeo por una campiña construida a imitación de los grandes cuadros de la pintura occidental. Con este último apunte, la escena de sexo hombre-osa aún resulta más brutal, más chiflada y, definitivamente, genial. Con Brewster arrinconado por sus bajas pasiones, La consagración de Ashenden debería entenderse como un libro-bomba. Si durante un buen número de páginas, su protagonista discute cómo recuperar una virtud perdida para poder cortejar a su enamorada moribunda, ese último acto de bestialismo supone un cortocircuito interno tan provocador como, sorprendentemente, elocuente. En la escritura de Elkin hay bastante mala leche, así como la sensación de que pone el acento cómico donde debería ir lo serio, y viceversa. De ahí que, si uno hace el ejercicio de recitar la escena sexual, encuentre un extraño sentido de la conmiseración, casi que de la piedad, hacia un personaje que, en verdad, es un auténtico desecho.
La consagración de Ashenden es, como todo Elkin, un ejercicio de orfebrería y un tour de force para su traducción -aquí, de nuevo, obra de Montse Meneses. Un examen a propósito de las posibilidades del lenguaje y del uso fascinante, no se me ocurre otra palabra, de la metáfora. Si, como en muchas de sus obras, encontramos en sus páginas a un personaje al borde de la desintegración -quién lo diría habida cuenta de su capacidad para encontrar adjetivos con los que describirse-, lo que hace de esta pequeña novela un éxito mayor es el desparpajo, la mala baba y la inteligencia con la que su autor se acerca a esos asuntos mayores de la vida y la sociedad: el amor, la identidad y la necesidad de fraguar vínculos allí donde la pertenencia a una clase social no es suficiente para sentir que, después de todo, hay un mundo más allá de eso. Una obra mayor de un escritor nunca lo suficientemente ponderado.