Acabada la Segunda Guerra Mundial hubo muchas tareas pendientes. Pero entre todas ellas, la que seguramente se emprendió con más voluntad, fue el olvido. Había cosas que no se podían olvidar, como los grandes criminales de guerra, cierto, pero por lo demás, si uno quería rescatar algo entre las ruinas de Europa debía tener una capacidad importante para no recordar nada. En nuestro país algo sabemos del tema (o mucho, disfrazado con una palabra como “transición”… algo así como que todo cambie para que tantas cosas sigan igual y, sobre todo, que el poder y el dinero sigan el mismo lugar, inmunes). Pero, sin duda, el país que tenía por delante un esfuerzo más brutal era Alemania. Y todo salió bien. Un día se acabó la guerra y pocos se acordaron de todos aquellos millones de alemanes que habían estado ahí, con el nazismo. Y unos años después surgía el milagro económico (y muchos nombres sonaban a viejo). ¿Y entonces? Entonces solo quedó la literatura. Estaban Heinrich Böll o Günter Grass, pero también Siegfried Lenz, para escarbar en los cubos de basura repletos de la historia Alemana reciente.
No había ningún misterio, ningún milagro, ninguna reconstrucción ni ningún resurgimiento. Simplemente, todo había seguido su curso, y salvo aquello que no se podía esconder (y aún así), todo siguió como si nada hubiera ocurrido. Humillados pero no arrepentidos. No habían tenido otra opción. Cada cual había cumplido con su deber. Frente a esa falta de inocencia, era complicado encontrar personajes capaces de mirar aquellos años alemanes (los años de guerra) con una mirada limpia, cristalina. El más significativo (por todo lo que implicaba) fue el Oskar Matzerath de Günter Grass y su tambor de hojalata. Su negativa a crecer llevaba implícito rebelarse contra un mundo adulto culpable del que no quería formar parte. E igualmente, Lenz, a través de su Lección de alemán, reconstruyó ese turbio presente desde los ojos de un niño, Siggi Jepsen, incapaz también de enfrentarse a un mundo adulto que solo entiende como una amenaza, difícil de verbalizar, contra aquello que aprecia.
A Siggi Jepsen le piden escribir en el reformatorio en el que se encuentra una redacción sobre “Las alegrías del deber”. Pero incapaz de ello, solo puede entregar una hoja en blanco. No es que no tenga nada que contar, sino que hay cosas que no pueden contarse en una hoja, que necesitan una distancia, un espacio. Se necesita toda una vida (aunque breve) para entenderlas y muchas páginas para interrogarse sobre aquello. El deber era la obsesión de su padre, el policía del puesto de Rugbüll. Un día, le llega una orden de prohibir pintar a Max Ludwig Nansen, artista degenerado en opinión del nazismo. Y entonces, se entregará firmemente a ello.
A partir de ahí, Lenz construye una de las obras esenciales de la literatura alemana (y no solo). Para ello nos lleva a un lugar apartado de todo, en el norte de Alemania, llegando a la frontera con Dinamarca, al otro lado del Mar del Norte. En el libro no hay nazis. No hay ejércitos, no hay guerra. Está todo pero está lejos. Nada se sabe de judíos. Nada se sabe de ninguna cosa. Es como si la guerra fuera una cuestión lejana, que incumbe a otros. Pero no. Las órdenes llegan y con las órdenes la necesidad de cumplirlas. Para ellos solo es necesario un “último mono”, un policía perdido en unos parajes invernales. Y allí está, encarnación del espíritu alemán, respuesta a la pregunta de qué pudo ocurrir para llegar a esa locura colectiva que iba más allá de unos nombres.
También está la creación, la libertad, a través de ese pintor que no debe pintar pero que no puede dejar de pintar. Y entonces pintará cuadros invisibles, que son igual de ofensivos que los visibles, porque representan la voluntad de ser, no solo de existir. Esa lucha histórica contra sí mismo y sus demonios que no se puede detener. Y el convencimiento de que todo acabará y entonces nadie recordará nada. Todos volverán un día como si nada hubiera ocurrido. Y esto nos suena de algo. Y no es una cuestión alemana, sino universal.
Y ese es el carácter esencial de Lección de alemán: que no es una cuestión alemana. Siegfried Lenz logra dotar, llevando su narración a una tierra de nadie, de una universalidad a un problema concreto. Ese policía está en todos lados, ese pintor ha sido perseguido en todas partes, ese niño ha sufrido los traumas de tantos otros. Ni tan siquiera forma parte de un pasado lejano, sino que todo sigue igual. Siguen existiendo los deberes y las persecuciones y seguimos teniendo esa sensación de que tantas cosas deben ser salvadas de su destrucción. También un pensamiento brutal, desolador, atraviesa sus páginas silenciosamente hasta materializarse desgarradoramente: los jóvenes que pagan los pecados de los padres, porque es más fácil pensar que son ellos los inadaptados al mundo que no esos viejos que siguen dirigiéndolo. Todo nos suena a algo. De hace unos minutos. Y eso es lo terrible. Eso y que ya no hay ningún Lenz, ningún Grass, ningún Böll, para sacudirnos. Con sus palabras y con una escritura que te deja sin aliento.
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