Quinta Avenida, 5:00AM, de Sam Wasson (Es Pop) Traducción de Óscar Palmer | por Óscar Brox
Definitivamente, Sam Wasson se ha erigido como uno de los mejores cronistas de aquel Hollywood al borde del eclipse. Cuando los estudios estaban a punto de vivir una transformación, mientras emergían nuevas generaciones de cineastas, languidecían géneros tradicionalmente asociados al mundo del celuloide y se fabricaban nuevas estrellas para protagonizar sus historias. Wasson ha contado la vida y obra de Bob Fosse, el relato formidable de la producción de Chinatown y, en este caso, la construcción de un mito como Audrey Hepburn y ese punto de inflexión cultural que supuso Desayuno con diamantes.
Quinta avenida, 5:00 AM puede leerse de varias maneras: como relato puro y duro de los avatares de la producción de Desayuno con diamantes; como retrato de Hepburn desde sus comienzos casi anecdóticos en el cine hasta su velocísima consolidación como estrella; también como análisis de un cambio cultural, no solo en el canon de estilo y belleza, sino también de moral. Y, por supuesto, como un pequeño mosaico de historias que Wasson desgrana con habilidad y pulso para poner en escena a actores, protagonistas y colaboradores necesarios en un Hollywood en el que todo evolucionaba a grandes zancadas. Hago un paréntesis para volver a Chinatown: dudo que alguien haya contado con más pasión la obsesión del guionista Robert Towne por ese proyecto. Si no fuera por el resto de elementos y personajes que aparecen por sus páginas, difícilmente habría una biografía mejor de uno de los escritores clave del cine norteamericano de la segunda mitad de siglo.
El caso es que aquí Wasson nos conduce a través de los diferentes actores de la historia. Uno, quizá el origen, es Truman Capote. Su exceso de talento. Su capacidad para tomar los detalles de lo que sucede a su alrededor y construir con ellos a sus personajes. Su inspiración para crear a Holly Golighty. De alguna forma, Wasson nos transmite su sensación de que lo que rodea a Desayuno en Tiffany’s se va a convertir en un mito. O, como mínimo, en un cambio de sensibilidad cultural. Y en verdad su libro es una historia de cambios y metamorfosis. La más interesante, por ejemplo, la que propicia el encuentro entre Hepburn y el diseñador Hubert de Givenchy, artífice del icónico vestuario de la película. La conexión que, de pronto, se establece entre actriz, moda y época, y lo que supone todo ello para una sociedad que todavía podía escuchar los ecos del new look pregonado por Christian Dior.
Por otro lado, está la historia de George Axelrod, un guionista sacudido por las exigencias de los códigos de moralidad y encajonado en un mismo género de comedia de baja estofa. O lo que es lo mismo, alguien que ve en el texto de Capote la oportunidad para huir de su hábitat natural y poner en escena algo más. Algo que no lo encasille ni le obligue al chascarrillo fácil, el gancho del sexo en la historia, etc., etc., etc. El eslabón más débil en esta cadena.
Y también está Blake Edwards, que acababa de triunfar en televisión con Peter Gunn y consiguió el puesto de director por delante de John Frankenheimer (al que vetaron) o Billy Wilder (que estaba a otras cosas). Un Blake Edwards que todavía no ha encontrado a Peter Sellers, pero que ya está preparado para meter baza en el texto y poner las escenas y a los personajes -recordemos el de Mickey Rooney- al servicio del gag. Pero, también, a suavizar las aristas de la obra de Capote para convertirla en una producción de Hollywood. O lo que es lo mismo: en algo diferente, que en el fondo sabes que acabará igual.
Lo fascinante de esta historia no radica tanto en la mitomanía que la rodea como en el estado de gracia que propició su creación. Pese a la moralidad o no de sus personajes, las reservas de quienes ponían el dinero -nada de cantar Moon River– o el carácter irritante de George Peppard en el set. Wasson traslada con ritmo trepidante cada pequeño detalle, cada giro de guion, lo que sucede antes, durante y después, y la forma en la que todo aquello moduló las carreras de sus protagonistas. Y lo hace, más que como un frío analista, como un cronista que se pone en la piel y el contexto de la época. Que dibuja los escenarios, imagina las conversaciones y recrea el rodaje. Y, de poder, hasta el momento en el que Mancini y Johnny Mercer pergeñaron un tema ya inmortal.
Con todo, lo mejor de la historia es que el resultado es imperfecto, como la belleza poco canónica de Audrey en un Hollywood dibujado con las curvas de Marilyn Monroe. Porque en ningún momento se lee Desayuno con diamantes como una obra maestra ni la cumbre en la carrera de ninguno de sus protagonistas -a Peppard aún le esperaban Banacek y El equipo A, por favor. Pero sí como ese extraño caso en el que una producción algo accidentada acaba siendo ejemplo perfecto de cómo forjar un mito. De cómo dar cuenta de un tiempo, un lugar y unos personajes. La especialidad de Wasson. La debilidad de todos aquellos que nos acercamos a sus libros. Siempre ligeros, siempre llenos de detalles, pedacitos de la historia de un Hollywood que ya no existe, que ya pasó, cuyo crepúsculo se puede intuir a medida que pasamos de página.