Guerra, de Louis-Ferdinand Céline (Anagrama) Traducción de Emilio Manzano | por Juan Jiménez García
Tantos años después, tantas lamentaciones más tarde, tras una muerte, tras alguna que otra muerte, pero, fundamentalmente, la de la más que centenaria Lucette, aparecieron aquellas obras perdidas en aquel piso parisino abandonado, aquellas obras que el propio Céline daba por perdidas, destruidas por la furia de los otros, una manera más de linchamiento. El pobre Céline golpeado de mil maneras, también esta, en su precipitada escapada, atravesando buena parte de una Europa destruida, derrumbada, hecha ruinas, más que ruinas, cenizas. Cenizas a las cenizas. Y en todo este tiempo, esos manuscritos estaban por ahí, finalmente custodiados por Jean-Pierre Thibaudat, crítico teatral (todo está contado en su libro Louis-Ferdinand Céline, le trésor retrouvé). Apareció Guerra, apareció Londres, apareció La voluntad del Krogold, más de Case-Pipe. No solo eso. Todo dado por perdido, llorado (falsamente llorado, porque Céline, cito a Thibaudat, en realidad sabía quién lo tenía, porque se había puesto en contacto con él). Tras Viaje al fin de la noche llegó Muerte a crédito y luego la guerra, la ocupación, los panfletos, el colaboracionismo. Un lío. El exilio forzado, la cárcel, el regreso, el odio, el furor. De un castillo al otro, Norte, Rigodón. Esa escritura atormentada, esas palabras crujiendo, contra todos, siempre contra todos. Pero faltaba algo. Esa obra alrededor de Muerte a crédito, que ya era otra cosa, una evolución, otra vuelta de tuerca. Y Guerra, estaba antes, y ese es su lugar correcto. Londres, ahí, junto a él. Una teoría: estos serían partes desechadas de Viaje al fin de la noche. No creo. Pero quién soy yo…
Guerra empieza con su protagonista (el propio escritor) abatido en tierra, herido gravemente. La guerra se ha metido en su cabeza. Atrapé la guerra en la cabeza. La tengo encerrada en la cabeza. Atraviesa el desolador campo de batalla como puede. Hasta que acaba en el hospital. Con la señorita L’Espinasse. Y un colega, Bébert-Cascade, un tipo espabilado, demasiado espabilado, si se puede ser demasiado espabilado en esos tiempos de supervivencia a cualquier coste. La guerra ha terminado con cualquier escrúpulo. Eso si se tenían. A Destouches ya le va bien. Digo Destouches, pero no siempre es Céline. El escritor juega, celebra su ceremonia de la confusión. Sin embargo, todo es plausible, y a menudo cierto. También la medalla. Primero sospechoso de no hacer lo suficiente, luego héroe, siempre él mismo, sin demasiada confianza y pocos aires. El ruido seguirá en su cabeza. Escenas de la vida en tiempos de guerra, lejos de las trincheras.
Aunque se trate de manuscritos, de transcripciones, de primeras versiones sin revisar (excepto la primera parte de Londres), Céline está ahí. Reconocible en todo, hacia Muerte a crédito, decía. A Guerra le sigue Londres, que es mucho mejor (cito a Diego Luis Sanromán). Guerra acaba con su protagonista invitado a marcharse allí por Angèle, prostituta espabilada, mujer de Cascade (también su chulo), con la que tiene algunos negocios. No hay nada más que ver en este país, circulen. Él ya se ha llevado lo suyo, siempre encima, siempre dentro. Su escritura empuja, golpea las paredes de la literatura tal cual se conocía, las palabras importan. Guerra podría haber sido más. Hubiera sido más, sin duda, si entendemos que su comienzo está marcado con un diez que podría indicar el capítulo. Aquí están los fragmentos, el esqueleto, que desprende tanta energía que se sostiene como una obra íntegra. Entendemos de dónde viene, a dónde va. Incluidas las reglas de este juego. Hemos leído más a Céline, lo reconocemos en estas páginas, incluso sus intenciones. Esa musiquilla. Guerra es la herida. Por encima de todo, es la herida. Es atravesar un lugar incierto, borroso, perdido en la niebla de la sinrazón. Es ser un superviviente. Es el fin de una pesadilla y el principio de otra, que seguirá un año, otro. En ese armazón, una necesidad de rebelarse. Contra patria, padres, compatriotas,… No hay nada que merezca la pena ser conservado, más allá de la propia vida. Buscarse la vida. Ese es el movimiento permanente. De acá para allá. Un péndulo que nos golpea, vuelve, nos golpea de nuevo. Muerte, sexo. Eso ha quedado. Todo muy primitivo. Vuelta a las cavernas, nada aprendido. Ah, esa estupidez. En ese primitivismo, en esa esencialidad, un primer borrador es incluso una cuestión de estilo.