Obras completas de Sally Mara, de Raymond Queneau (Blackie Books) | por Juan Jiménez García
En aquellos años en que Boris Vian se hacía pasar por Vernon Sullivan para escribir sus novelas negras americanas, un Raymond Queneau sin dinero, sin honor y sin gloria, se hacía pasar por Sally Mara para escribir una novela erótica. Era el año 1947 y no tardaron en preguntarse quién sería aquella jovencita irlandesa, muerta unos años antes y traducida por su profesor de francés. Incluso Gaston Gallimard, para regocijo del escritor francés, se lo preguntaba.
Aunque Raymond Queneau había escrito buena parte de su obra (incluidas obras extraordinarias como Un duro invierno, Odile o Los últimos días), no se puede decir que la fama le persiguiera. No. De hecho le daba esquinazo, y él cada vez era un tipo más extraño, uno de esos fulanos que Zazie se encontraría en un mercadillo y confundiría con un sátiro. Lejos quedaban sus años surrealistas, no demasiado cerca aquella cría impertinente que le cambiaría la vida. Así, en tierra de nadie, apareció Sally Mara.
Para que nos entendamos, Sally Mara sería como una Zazie adolescente llena de inquietudes sexuales, que en vez de querer coger el metro quería descubrir su intimidad más íntima. Perdida en una Irlanda ultracatólica, nuestra Sally se restriega y lame estatuas cubiertas púdicamente con calzoncillos y hojas de zinc, escandaliza a su compañero de estudio del complicado irlandés, se interroga sobre la herramienta o sueña con escribir una obra en aquel idioma, decíamos, complicado. Esa obra será Siempre somos demasiado buenos con las mujeres, que para confundirnos un poco, en sus Obras completas aparece tras su Diario íntimo, pese a que lo precedió en tres años.
Sally Mara es igual de descarada que Zazie, y sus ocurrencias no son mucho menos descabelladas. Su familia es tan delirante como aquellos parientes parisinos de la otra: una hermana que memoriza cientos de islas filipinas para obtener una plaza en correos, un hermano en estado permanente de embriaguez y sin la más mínima intención de trabajar (aunque la vida le llevará al noble oficio de hacer botones con huesos de animales) y una madre que teje calcetines sin descanso esperando el regreso del padre, que salió a comprar cerillas hace unos años. En ese ambiente, la vida es una cosa que pasa por la calle y no se sabe muy bien a qué hora. Pero nuestra pequeña Mara tiene otras ambiciones, como decíamos, muchas de las cuales solo intuye, porque la educación sexual de la época era un poco deficiente (más bien tiraba a práctica, con poca teoría) y televisión no había. De modo que todo estaba en dejarte llevar, leer entre líneas las revistas francesas que le mandaba su exprofesor de francés, dejar la mano a su aire, cruzarse con algún salido y, como en un caso de asesinato sin víctima aparente, ir sumando pistas hasta hacerse una idea aproximada. Como en la vida, el final de su diario ya lo sabemos.
Cuando Sally Mara aprendió el complicado irlandés de declinaciones catastróficas, decidió escribir una novela a la que llamó Siempre somos demasiado buenos con las mujeres. Como había nacido el día de la liberación de los verdianaranjadosblanquecinos irlandeses de los taimados ingleses (aunque ella lo niegue), su novela discurre en un incidente glorioso de aquellos días. Seguramente influida por su hermana que aprendía todos los departamentos postales franceses para trabajar en correos, decide ambientarla en una oficina de correos. Hasta allí llegan nuestros héroes ancestrales, dispuestos a resistir al impertinente invasor anglosajón. Resistencia no encuentran mucha (ah, pero espera que se den cuenta los de la isla de al lado), y al grito de Finnegans Wake y algún que otro disparo con algún que otro muerto, se hacen con el nada estratégico lugar. Expulsado el personal pertinente (todos los que quedaban vivos) se disponen a ocupar su lugar en la Historia como mártires de primer orden. Pero no cuentan con un enemigo interior, enemigo que ha quedado atrapado por esa misma Historia en los lavabos de señoras. El peor enemigo imaginable: una mujer. Es más: una mujer joven. Todavía más: una mujer joven y virgen que, de repente, en este inoportuno momento, quiere saber, superados ciertos temores iniciales.
Cuando aparezcan sus Obras completas, Sally Mara las completará con una Sally más íntima, en la que descubrimos que tenía pulsiones oulipianas (entre todas aquellas sexuales) y ganas de complicarle la vida a los traductores. Además, las prologará ella misma negándolo todo, y en la edición con la que ahora nos deleita Blackie books en un bonito color azul, también hay un breve prólogo de Enrique Vila-Matas, que intuimos que es otro heterónimo de Raymond Queneau.
En fin. Quien no ha leído a Raymond Queneau no sabe lo que es la felicidad. La felicidad de leer, de regocijarse con el idioma, con las palabras. De acariciarlas, de lamerlas. De descubrir que esconden tras hojas de zinc. No sabe qué es entender el mundo mostrándolo en su permanente confusión, y cómo hasta los personajes más desvencijados, aquellos que nunca saldrían en una novela de Thomas Mann, tienen algo que decir sobre el mundo que nos rodea. Así, Sally Mara, esa joven de pensamientos no muy limpios para ese mundo irlandés que le había tocado vivir (pero no tan sucios como los del propio James Joyce), quizás no será recordada por su atrevimiento erótico, pero como Zazie, cuándo le pregunten qué hizo aquellos días podrá decir: he envejecido.
Sally Mara es una obra menor, muy menor del autor francés. Otra cosa es que como sucede hoy en las redes sociales tu crítica sea condescendiente para la editorial.
Cada uno se vende como puede.
Nadie ha dicho en ningún momento que Las obras completas de Sally Mara sean una obra maestra. Ni tan siquiera que sean una obra mayor de Queneau. Primero que nada, porque no se puede decir, obviamente. Por otro lado, una obra «muy menor » de Queneau es la obra mayor de otros muchos. Al menos, Queneau nos hace felices el tiempo que dura su lectura, y Sally Mara no es diferente.
Lo de la crítica condescediente pues no lo entiendo. Primero, porque no son los primeros en editar Sally Mara. Soy tan viejo, que pude leerlo ya en las ediciones anteriores hace muchos años (y pensaba parecido… bien, en aquel momento me pareció más flojo de lo que me ha parecido ahora… y entre todo, me quedo con el Diario mínimo antes que con Siempre somos demasiado buenos con las mujeres). Luego, porque hay que felicitarse de tener esta edición reuniendo esta obra. Una edición cuidada (y no todos pueden presumir de una edición cuidada).
Lo demás supongo que serán ajustes de cuentas con la nada.