Pasolini según Pasolini, de John Halliday (Altamarea) Traducción de Carlos Gumpert | por Óscar Brox
En el largo lamento que escribió tras conocerse su asesinato, Alberto Moravia señaló que con la muerte de Pier Paolo Pasolini se perdía no solo a un semejante, también a un elemento esencial de cualquier sociedad. Un poeta, un novelista de los suburbios, un ensayista, un cineasta. Una figura incómoda, desde luego, con muchas aristas y contradicciones.
Pasolini según Pasolini es algo más que un libro de conversaciones. Hasta donde alcanzan sus páginas, se habla de cine y poesía, de cultura y lengua, de semiología y proletariado. Del camino que va de Accatone a Teorema, con todo el ardor intelectual con el que su autor es capaz de tomar posición por cada cosa. De hecho, uno encuentra en las incisivas preguntas de Jon Halliday algo casi olvidado actualmente en el género: no solo la voluntad de indagar en cada tema, sino también de ponerlo en contacto con su tiempo. No en vano, el camino de Pasolini arranca prácticamente desde las esquirlas del neorrealismo, que frecuentará en sus comienzos, hasta algo parecido a una discusión dialéctica en torno a un neorrealismo que ya no va a poder continuar, subyugado por esas criaturas del subproletariado -los ragazzi di vitta– que protagonizarán buena parte de su cine.
Dicho así, el libro descubre las diferentes etapas de Pasolini desde varios frentes: está el cineasta que se acerca al oficio desde la mirada del poeta. El cineasta que aprende a filmar, a hacer cine desde el cine, desembarazándose progresivamente de otras tantas influencias artísticas. Esa manera de capturar los rostros y de transformar a actores como Anna Magnani o Totò, emblemas de otro cine italiano. Está el Pasolini que mira a Brecht y a Barthes y el que, a medida que pasa el tiempo, busca más incansablemente aquellas hierofanías que identifica como momentos de lo sagrado. No es de extrañar, pues, que uno de los puntos que más páginas abarque en el libro sea su adaptación de El evangelio según San Mateo, desde su trabajo de localización hasta sus múltiples contradicciones: “En este sentido, El Evangelio era lo más adecuado para mí, aunque no crea en la divinidad de Cristo, porque mi visión del mundo es muy religiosa, impregnada de una religión mutilada porque no tiene ninguna de las características exteriores de la religión, pero no deja de ser una visión religiosa del mundo, y por eso para mí rodar El Evangelio supuso la culminación de lo mítico y lo épico”.
Resulta interesante cómo se contrapone esta visión a la de una sociedad, la italiana, que como recuerda Halliday ha convertido esta historia, a través de la Iglesia, en una institución; asunto, casi, de estado. Y resulta aún más interesante observar cómo Pasolini imbrica los diferentes temas, las elecciones -el subproletariado agrícola que forma el paisaje humano de la película- y los tonos, del cine documental al cinema verité. O lo que es lo mismo, cómo hacer una versión de un texto sagrado en tiempos intelectuales marcados por la figura de Althusser en un país sacudido entre sus tradiciones y sus transgresiones.
A lo largo del libro cuestiones sobre la burguesía y el proletariado con aspectos más técnicos, en los que Pasolini despliega su idea de qué entiende por el cine y de qué forma ha evolucionado de una película a otra. Resulta bastante reveladora esta idea, comentada en varias ocasiones, de “representar la realidad desde la realidad”, así como las consideraciones del realizador de Salò a propósito del Neorrealismo y sus últimos estertores creativos. Con todo, parece innegable que el estilo de Pasolini era, casi, único, sin otro autor que se le pareciese. O cómo un mismo corpus creativo aglutinaba poesía, teatro, pensamiento, imagen, mitología y conciencia. Halliday, entrevistador agudo y comprometido con sus preguntas, supo cómo extraer de ese cóctel las claves de un discurso intelectual cuya divisa, digámoslo así, podía entenderse desde la provocación -provocar ideas, discutir ideas, sacudir el contexto social a partir de las ideas-, pero buscaba fundamentalmente reavivar ese ardor intelectual perdido. Algo que, hoy día, permanece más vigente que nunca.