Hablando con mi cuerpo, de Anna Świr (Pre-Textos) Traducción de Abraham Gragera y Teresa Casas Hernández | por Francisca Pageo
Se oye sonar una música… Son estos poemas que cantan, que bailan, que se estremecen al salir de la boca de Anna. Anna Świr, una de las poetas polacas más importantes del siglo XX. Nacida en 1909 en Varsovia, muerta en 1984 en Cracovia. Ella conocía la palabra y conocía la pintura como hija de un pintor que era. Ella rememoraba la palabra como rememoraba la imagen, y es en la imagen donde podemos encontrar ese hueco del que nos habla.
Anna habla con su cuerpo, habla con sus padres y habla con la amistad intrínseca hacia la vida. En unos primeros poemas podemos ver cómo influirían las pinturas de su padre en ella, cómo el aliento de su madre le daría vida. Más tarde, será la voz del cuerpo la que hablaría. Como un pequeño animal que canta y baila, que se estremece al escuchar sonar el ritmo de la palabra, Anna escribe poemas por y para la vida. Para una vida que se entremezclaría con la tristeza, pero también con cierta bondad hacia el arte y el amor, hacia el sexo y el propio cuerpo. Nacen las palabras de Anna como nace el cachorrillo en el camastro. Se oye un berrido y es el gemido de la autora, que con su voz nos seduce y nos cuenta cómo se habla a sí misma, cómo se percibe, cómo se toca o cómo es imbuida hacia el gozo del cuerpo y la palabra.
La poeta de la que hablamos aquí es una poeta con una vida intensa y vívida, que conocería el feminismo desde bien temprano, que lo abarcaría y lo defendería. Nada que ver con su paisana Szymborska. Si esta última era una poeta de lo cotidiano, Świr es una poeta de lo insano, de lo desnudo y lo que nos desnuda. No hay cotidianidad aquí, sí un canto lúgubre, que nos escuece y nos embadurna de una crema que podríamos creer que es el ritmo de sus poemas. El ritmo de su poesía es como el canto de una sirena, te seduce, te eleva. Pero no te eleva al cielo, sino al placer de la carne, a la lujuria y a aquello que creemos que no podemos poseer pero que tenemos y hemos tenido siempre dentro nuestro. Anna sabe de lo que escribe, y lo sabe tan bien que al leerla podemos verla desnuda con sus palabras, con sus cantos de sirena indomable. Dime, Anna, ¿cómo sobreviviste a la guerra? Quiero creer que gracias a tus palabras. En tus palabras encuentro un consuelo de pocos, de esos que invocan a la verdad de las cosas para encontrarse frente a ellos mismos. Te veo, aquí, frente a ti misma, llena de todas las verdades del mundo, de todos los cuerpos, todas las voces, todas las almas. Y sin embargo han sido pocos a los que has llegado aquí, en España. Para mí eras toda una desconocida…
Anna, querida Anna, sacúdete el animal que llevas en ti. Quiero que sane, que no se hiera ante la vida dada. Porque hallo un daño irreparable en ti, algo te trastocó, algo te hizo ver la verdad oculta de la vida. Esto es, el sufrimiento que lleva el alma humana consigo, pero también consigo ver la verdad de la paciencia y la virtud, de la economía de un saber hacia la vida, hacia lo que tenemos delante y solo viviendo podemos ver. Quiero ver, Anna, en ti la sobriedad de la palabra, del ritmo pausado de tus poemas. Tus poemas son el canto de una sirena y también el canto de un cisne. Es un canto que duele pero que baila y habla por todos los costados del cuerpo. Hablan tus costillas y tus rodillas y tu boca, Anna, para hacer cantar tu alma.
En el latir
de mi corazón he oído
el origen del tiempo,
cada segundo
de la existencia correr, llegar, ponerse en fila,
como regalos de un valor
incalculable.