Ensayo sobre el cansancio, de Peter Handke (Alianza) Traducción de Eustaquio Barjau | por Juan Jiménez García
Antes, cuando era niño, Handke solo conocía cansancios temibles. Yo no recuerdo los cansancios de mi infancia y tal vez nunca estuve cansado. O los cansancios eran otros y entonces ni los consideraba, porque mis preocupaciones eran otras o ninguna o todas a la vez. No recuerdo mucho de mi infancia… Tengo algún recuerdo terrible y luego un montón de sensaciones que, desde hace unos años, me pongo a buscar y que voy guardando en una cajita de recuerdos, que, como ellos, no tiene presencia física. Todo es aire. Sí que recuerdo, ya en una igualmente lejana juventud, mi preocupación por el cansancio que no puede ser explicado como un esfuerzo físico. Mi padre hacía malabares con cajas y barriles de cerveza… ¿cómo decir, yo, que estaba cansado de no hacer nada? Desde entonces, siento que no tengo derecho al cansancio. Pero ahora, me siento terriblemente agotado. Un cansancio estructural, que se agarra a todas las partes de mi cuerpo, de un peso inimaginable, y que me hace sentir la impotencia de hacer pero también de explicar.
Pero, ¿entonces?
Entonces, caía el agua de la ducha sobre mí y sobre mi cuerpo dolorido. Desde hace un tiempo, dormir duele, y solo esa tibia lluvia artificial logra devolver el equilibrio perdido. Pensaba en el ensayo de Peter Handke y, de acuerdo con la contraportada, que este no deja de cuestionarnos sobre la relación personal que mantenemos sobre el tema que trata, ya sea un día logrado, un lugar silencioso o un jukebox. Entonces, caía el agua sobre mí y yo pensaba en mi propio cansancio. En algún momento pensé en el espacio en blanco. El espacio en blanco entre las letras, las palabras, lo escrito en una hoja. El espacio en blanco como contraposición al espacio en negro, al espacio ocupado. Pensé que me cansaba tanto lo que hacía como lo que no hacía, que me agotaban tanto o más los libros no leídos que los libros leídos, los trabajos no hechos y, por tanto, pendientes, que los trabajos hechos, por muy agotadores que fueran. Lo por vivir que lo vivido. El futuro que el pasado o el presente.
Pensar en el porvenir, ¿cansa?
Sí, quizás, puede ser. Pero creo que lo realmente agotador, lo que me produce este cansancio de ahora y, si lo pienso, de siempre, ese cansancio pegajoso, sucio, es caminar hacia ningún lado sin llegar a ninguna parte o no saber hacia dónde voy. Hace unos días, quise ir a ver el mar. Ella se había quedado ahí, buscándose, y yo empecé a andar. Pensaba que todo estaba más cerca, también el puerto, pero andaba y andaba sin llegar ni siquiera a verlo ahí donde debía estar, al fondo. Esquivaba obras, esperaba semáforos, cruzaba pasos de peatones. El tiempo pasaba, y el tiempo era limitado, porque debía volver. Pero, a la vez, solo tendría sentido todo ese cansancio cumpliendo su propósito. En ese momento, algo tarde, apareció el mar. Un pequeño fragmento entre barcos y embarcaciones. Apreté el paso y me senté en un banco, junto a la orilla. Solo unos pocos minutos, apenas ninguno, porque debía volver. Pero ahora entendí que todo ese agotamiento no tenía importancia porque había llegado. Y pensé que así era también el resto de mi vida. Que no me agotaba vivir, sino vivir en un eterno círculo. Que tampoco es una cuestión de líneas rectas, sino de llegar. Llegar a algún punto, y ni siquiera el primero. Que las carreras que valen la pena son aquellas por el segundo lugar, y que yo también me hubiera detenido como aquel corredor solitario. Que esos espacios en blanco que me agotan también necesitan su final. Principio y fin. Al volver, allí estaba ella, buscándome. Como la busco yo todos los días, hora tras hora, aún creyendo saber dónde está. Como decía María Luisa Walsh, no hay túnel que dure cien años. Finalmente, nada de este cansancio habrá tenido importancia. Quedará olvidado como aquellos cansancios de la infancia. Buscar, buscar sin descanso. Para encontrar la eternidad.