Desde hace unos años, desde que Ediciones del Subsuelo publicase aquél La melancolía de las obras tardías, Béla Hamvas me acompaña como una presencia siempre gozosa. En él encuentro la belleza de las pequeñas cosas, de los pequeños gestos, la importancia de aquello que ocurre, desapercibido, ante nuestros ojos. Y yo, que busco reencontrar o reencontrarme con aquel otro que encontraba estas cosas en cualquier sitio, yo, que me enamoré de Bohumil Hrabal por motivos parecidos, pienso a menudo en el escritor húngaro como pienso en el checo. Y ellos se han convertido, de alguna manera, en dos compañeros de viaje, aquellos que me esperan en un rincón del cuadrilátero cuando suena la campana, y vuelvo hecho unos zorros de las luchas conmigo mismo. Y ellos, amorosamente, me secan la frente con sus libros, y me dicen que hay que seguir. Porque dejar de pelear por la belleza, por las sutilezas tras las que esta se esconde, dejar de cruzar puentes y montañas en su búsqueda, es una derrota. Y no una derrota cualquiera, sino la definitiva. Porque perder, uno puede perder muchas veces, pero perder aquello que nos llena, ese aliento que nos insufla esa vida, no, eso no. Eso no lo podemos perder.
Y si en La melancolía de las obras tardías, entendíamos la importancia de coger cerezas, del vuelo de los pájaros o de La tempestad de Shakespeare, en La obra de una vida, selección de sus textos a cargo del traductor, Adan Kovacsics, volvemos sobre los embriagadores caminos de esa búsqueda de las razones por las que vivimos. Entendido vivir como algo más que estar vivo y, desde luego, algo completamente distinto a sobrevivir. Pero, además, comprendemos que el héroe moderno es aquel que se detiene ante el canto de un mirlo que salta sobre la hierba, incluso en estas ciudades grises (porque allí, aquí, también saltan y cantan). Que salvar a los demás, empieza por ser capaces de salvarnos nosotros mismos del tiempo que se nos impone, de las velocidades que nos son ajenas, del ruido, de ese ruido ensordecedor, de los gritos de los falsos vencedores, de los falsos profetas, de las falsas necesidades.
Hamvas escribe que el milagro más grande del mundo es la alegría, mientras busca a los hombre idílicos entre aquellos que saben permanecer en calma. Calma. Inventamos un día sí y otro también nuevas palabras o, peor, usamos palabras de segunda o tercera mano, mientras caen en el olvido aquellas que merecían la pena. El idilio, esa facultad, dice, de estar sentado, callado, de esperar. Cuántas cosas encerradas en esto… Tranquilidad, silencio, espera. Una vida que resurge cada día. Que cada uno de esos días muere y cada uno de esos días vuelve a nacer. Dice, insiste, que la tarea del hombre es solo una: vivir de verdad. En Hamvas no está la búsqueda del placer, que siempre tiene algo de limitado, sino la de una plenitud. Y alcanzar esa plenitud necesita de límites precisos, abarcables, aún abrazando el misticismo o la magia. La obra de una vida es vivir. Habitar esos espacios en blanco que están alrededor de ella y qué, como decía Julio Cortázar de las hojas de los libros, es allí dónde se respira.