Egreso. Sobre comunidad, duelo y Mark Fisher, de Matt Colquhoun (Caja negra) Traducción de Matheus Calderón | por Óscar Brox
“La amistad, ¿por qué se hace uno amigo de alguien? Para mí, es un asunto de percepción. Se trata… no de tener ideas comunes, sino, ¿qué quiere decir tener algo en común con alguien? Es cuando uno se entiende sin tener que explicarse. No es partir de ideas comunes, sino que se tiene un lenguaje común”.
Vuelvo, por un momento, al Abecedario de Gilles Deleuze en busca de su idea de la amistad. Primer contratiempo: dedicó la entrada “A” a “Animal” (¿podría haber sido para otra cosa?); de hecho, no fue hasta la “F” de “Fidelidad” que surgió la cuestión. No importa. Uno llega al texto, un poco a trompicones, con las interrupciones de Claire Parnet, los silencios, lagunas y matices, y observa de qué manera Deleuze modula el concepto, se enrosca alrededor de la palabra y la desmigaja una, otra y todas las ocasiones que haga falta. Así hasta caer en la cuenta de su importancia en la filosofía francesa. Están Montaigne y Blanchot, claro, pero también Derrida y su Cada vez única, el fin del mundo. Está Deleuze cuando escribe con Guattari o sobre Foucault, Spinoza y Bacon. Está, en definitiva, esa idea de comunidad, de lenguaje común. Y ahí es donde empieza todo.
Probablemente, a más de uno le sorprenda toparse con un libro con Mark Fisher como (casi) objeto de estudio. La elegía íntima a un teórico de la cultura fallecido hace apenas 5 años. ¿Demasiado pronto? ¿Era necesario? ¿Acabará Fisher convertido en el fetiche o el tótem del modernismo pop? Con Fisher sucede algo parecido a lo que pasa con Owen Jones, hasta qué punto sus textos, a menudo escritos mirando hacia las entretelas de la sociedad británica, son capaces de abrir caminos y vías hacia otras situaciones culturales. Encontrar paralelismos. Sintonizar sensibilidades a través de la música, la literatura o el cine. Matt Colquhoun señala en su libro algo que me parece muy valioso: quizá Fisher no fuera un pensador muy original, aunque tampoco escondía sus influencias ni de quién tomaba prestadas las ideas. Sin embargo, sí era la clase de teórico que sabía cómo mejorar esas ideas, cómo desarrollarlas y llevarlas unos cuantos pasos más allá. Y eso es algo muy importante, algo que le concede una ventaja a sus textos, que los aleja de ese sentimiento de obra forzosamente cerrada. Que los deja, precisamente, abiertos. A la espera de que alguien los continúe, los siga desarrollando. Y eso es lo que hace tan especial, casi tan único, a un libro como Egreso.
Colquhoun ha escrito un libro que se puede leer de muchas maneras. En un primer momento se trataría de un diario de duelo, con esas entradas consignadas con la fecha en las que reconstruye los días después de la muerte de Fisher y el impacto que sacudió al entorno de la escuela Goldsmiths. También podríamos hablar de retrato de una generación de teóricos cuyos trabajos se mantuvieron a unas cuantas millas de distancia de la academia, desde un proscrito como Nick Land hasta figuras de la nueva crítica musical como Simon Reynolds; autores sin los que sería difícil conocer el sendero intelectual de Fisher. Luego estaría el trabajo de ensayo, en el que Colquhoun yuxtapone las ideas del autor de Lo raro y lo espeluznante con su interés por Bataille, Blanchot y la idea de comunidad. Y, asimismo, tampoco sería descabellado hablar de Egreso como un libro sobre la amistad como comunidad y, sobre todo, como lenguaje común.
En algunas cosas, la camada de pensadores surgida al calor del CCRU (la unidad de investigaciones sobre cultura cibernética) recuerda a la sensibilidad creativa que manifestó el posestructuralismo francés. O cómo, de pronto, la filosofía y su lenguaje se transformaban casi en ciencia ficción, en textos de una imaginación desatada, excesivos y, por qué no, estomagantes. Donde unos tenían al Nouveau roman como coartada, los otros tienen a la música de Aphex Twin, Kode9 o Burial. Y diría que Colquhoun es bastante perspicaz a la hora de trazar líneas entre unos y otros. De hablar del afuera, de volver a la importancia de Lovecraft en cierto momento del trabajo de Fisher y de buscar lo ácido en la electrónica resquebrajada de Aphex Twin. Sus textos fomentan esa polinización cruzada, esa amistad. Lo común. Y tratan de llevarlo todo un paso más allá. Y, de paso, de actualizar a autores como Blanchot y Bataille, a Simone Weil y a Nick Land (¿quién es más intenso de los dos?). Todo ello, por cierto, sin dejar de lado ese sentimiento de que Colquhoun nos está sumando en cada página, convocándonos, a esa vigilia por Fisher que tiene lugar en el apartamento de Kodwo Eshun, en un pub en el que suena The Life of Pablo de Kanye West o frente al mural de la facultad. O dicho de otra manera, que nunca dejamos de sentir que su texto hace comunidad.
Resulta hermoso pensar en el título del libro, Egreso, como un continuo salir de algo. Del castillo de vampiros sobre el que escribiera Fisher, de la agonía del turbocapitalismo, del duelo por el amigo muerto o de esa nostalgia cuya función social consiste en aplacar la ansiedad de estos tiempos a cambio de inmovilizarnos en una satisfacción banal permanente. Colquhoun se pregunta, entre otras cosas, por el valor de su libro, no sé si como escritor (para qué lo ha escrito) o como lector (por qué alguien querría leerlo). Lo justo es decir que Egreso plantea otra vía de escape de las estructuras sociales hegemónicas, reclama otra fuerza para continuar produciendo sentido. Otras vivencias. Otra conciencia. Otro shock. Dirigirse hacia lo radicalmente Otro, como dijera Foucault. Y todo comienza desde lo más mínimo: a través de los lazos comunitarios que se producen en plena conmemoración de la muerte de Fisher, entre bailes, conversaciones, en la urgencia y el dolor. Uno de los aspectos más interesantes del trabajo intelectual de Pier Paolo Pasolini fue el de cultivador de hierofanías, que defendía como momentos de lo sagrado. De la emergencia de subculturas, tribus o rasgos capaces de producir sentido, identidad o comunidad más allá de los tentáculos del capitalismo voraz. Otros mundos, diríamos. Diría que ese es la clase de rasgo que, de otra forma, estaba presente en la escritura de Fisher, a veces como proyecto y a veces como realidad efectiva, y que eso es algo que también aparece en este libro de Colquhoun. Que lo convierte, en fin, en una hierofanía. En un momento de lo sagrado. Una vía de escape. Un diario de duelo, comunidad y amistad.
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