Anónimo veneciano, de Giuseppe Berto (Altamarea) Traducción Lidia Suárez Armaroli | por Gema Monlleó

Giuseppe Berto | Anónimo veneciano

Tras ocho años sin verse dos amantes se reencuentran en Venecia. Matrimonio roto tras una historia de amor demasiado al límite, demasiado intensa. Él, músico en sus últimos días de vida, le pide un encuentro a ella, felizmente emparejada ahora con un rico industrial de Milán. Entre ellos la presencia espectral de Giorgio, el hijo de ambos. El hijo que no conoce a su padre.

Escrita originariamente como guión cinematográfico, esta obra de Giuseppe Berto sufrió diversas reescrituras hasta su versión definitiva como novela (1976). En este tránsito lo que era inicialmente sólo un diálogo fue ganando en transiciones, en fragmentos narrativos que dieron a los personajes la profundidad psicológica que el combate dialéctico, aislado de contextos, no mostraba (como explica Berto en uno de los postfacios del libro). 

En Anónimo veneciano el autor no es en ningún momento condescendiente con sus personajes. Ya desde su presentación en la estación de tren hay algo impúdico y cruel en las descripciones: él “exhibe sobradamente las marcas del genio al que no le ha acompañado la suerte: el pelo descompuesto, el rostro surcado, el impermeable arrugado, los zapatos ni nuevo ni limpios”, ella: “vestía con sopesada sobriedad, probablemente había dedicado grandes esfuerzos para no aparentar ni demasiada belleza ni demasiada riqueza; pero era  hermosa, y congeniaba con la riqueza”. El tópico nos invita a pensar en el artista voluntariamente fracasado y en la mujer que lo abandonó por distraerse entre otras mujeres y no alcanzar el éxito. Y sí, pero no. O no, pero sí.

La tesis del amor-total, el amor fou, es la que vamos descubriendo. Todo era demasiado en aquella historia. Demasiado amor. Demasiados celos. Demasiada posesión. Demasiado sexo. “Nuestro amor fue una larga guerra de imposiciones violentas. Uno buscaba dominar, poseer al otro por completo, hasta la destrucción. Nos hubiéramos matado, si al final no te hubieses ido.” Y hoy, pese al tiempo transcurrido, demasiada ira todavía, demasiado dolor, demasiado resentimiento, demasiado amor subterráneo. Es difícil entablar un diálogo entre ambos con tastas aristas doliéndoles. Es difícil bajar la guardia, escuchar, dejarse sentir, cuando se interponen los miedos más atávicos (por parte de ella el temor a perder a su hijo (que él lo reclame), por parte de él el temor a la muerte) y los instintos no pueden evitar recordar (¿añorar?) momentos pasados.

La historia es conocida, muchos habréis visto la película (Anónimo veneciano, Enrico Maria Salerno, 1970), recordaréis la maravillosa banda sonora de Stelvio Cipriani (que yo escuchaba mientras leía la novela) y no es spoiler decir que el libro es un duelo entre el amor y la muerte. Incluso cuando no se la menciona, la muerte está presente. La muerte, su futura muerte, es lo que él quiere explicarle a ella. La muerte, la del amor que ya nunca será, es la imposición que ambos sienten. La muerte, la del padre que nunca ha ejercido como tal, es ya un hecho irresoluble. La muerte, la de la juventud, la de los días de hacer el amor y comer tres platos de pasta en lo de Adolfo, es lo que no regresará. Y la otra muerte, la de la ciudad, es la dama de la guadaña en su versión más tierna ya que acompaña con un manto de confortabilidad en su destino al músico “la ciudad mantenía aún, sobre todo en el Canal Grande, una espléndida exhibición de vitalidad, pero la muerte dormitaba en los canales adyacentes, las cenizas obstruían los canales que no desembocaban en la laguna, las ratas se multiplicaban pacientemente.”

No hay desenlace (en la clásica tríada de planteamiento, nudo, desenlace) si sabemos que alguien va a morir. No hay desenlace si sabemos que el amor que fue ya no puede ser. No hay desenlace cuando ya está todo escrito, cuando el destino toma la delantera. No hay desenlace, esta es una historia para disfrutarla en el mientras y no en el qué va a pasar. Aunque pasen cosas, claro. Cosas pequeñas, algunas ruines (“se comportaba como un histrión, impúdico, con una especie de masoquista exaltación del propio fracaso o, quién sabe por qué, de otra razón igualmente degradante”, “incluso en la misericordia y en la generosidad ella conseguía mostrarse posesiva y destructiva”), otras hermosas (“él le acaricia el pelo, se lo recoge detrás de las orejas, como lo llevaba entonces”), otras (en la colección anterior de demasiados) demasiado reales (“siempre quisimos equivocarnos”).

Novela no de época pero que sí retrata una época, tanto en la forma de vivir y sufrir las relaciones (con algunos comportamientos que desde el hoy nos chirrían), como en la descripción pausada de un mundo que iba a otra velocidad. 

“Llevo dentro la marca de la muerte”, dice él. Y yo me pregunto, ¿alguno no la llevamos?.

(*) Pablo Neruda


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