Chevreuse, de Patrick Modiano (Anagrama) Traducción de María Teresa Gallego Urrutia | por Juan Jiménez García
Las novelas de Patrick Modiano tienen algo de arte de la densidad. Como concentrar en apenas nada, un todo. Pero ni tan siquiera ese todo es un abigarramiento de historias que se multiplican una y otra vez una y otra vez (tal vez al principio, en sus primeras novelas, pero pronto, muy pronto, y luego abandonado), sino que es una totalidad de cosas. Una reunión de personajes (esos personajes del escritor francés, que son como el eco de otros, o su consecuencia, o sus fantasmas), una construcción geográfica (con París… sin que sea una obsesión, si no, más bien, una posibilidad que se repite infinitamente), una historia sencilla que parece complicarse, que parece complicada. Y todo esto, que puede no parecer mucho y que apenas son unas líneas, para a convertirse en un destilado, en una bebida de alta graduación, contenida en ciento y pocas páginas, en las que, aun así, corre el aire, hay espacio y respiración. Y ese es el arte de Modiano, su estilo, al que le ha dado hasta su nombre. Una manera de hacer. Pienso, porque Modiano, pese a alguna lectura ocasional, era un completo desconocido para mí, hasta hace unas semanas, en las que decidí empezar por el principio y acabar por el final, dejando entre medias todo un universo. Desde la trilogía de la ocupación (en la que ya se puede apreciar su evolución, con sus veintitantos años) hasta esta Chevreuse, en la que el escritor se acerca a sus ochenta. Sin embargo, en algo coinciden, de alguna manera (como buena parte de sus novelas) y es en volver atrás, a un lugar conocido, la segunda mitad de los años cuarenta. Un lugar al que él llegó tarde o inmediatamente tras ello, pero que ha frecuentado con insistencia, aunque solo sea como un disparadero (si es que, en él, existe esa tentación por el azar). No deja de ser curioso ese gusto por una época que, precisamente, es la que los franceses más han querido evitar o, peor, convertir en algo aceptable para consigo mismos. No olvidemos, por no alejarnos de Modiano, el escándalo de Lacombe Lucien, película de Louis Malle con guion suyo, sobre un colaboracionista.
Es posible que en Chevreuse encontremos al propio autor y su relación con la escritura. El protagonista no deja de ser un escritor que vuelve sobre una parte de él y sobre unos personajes con los que se encontró. Una búsqueda de un tesoro y una búsqueda, también, y por su parte, de encajar un puñado de piezas, que acabaran convertidas en una novela, porque la novela es, en este caso, una manera de poner orden en las cosas, de entenderlas, de buscar un sentido a aquello que sucede, exteriormente o interiormente. La importancia de encontrar este sentido, y que esa búsqueda sea aquello que mueve su narrativa. Los personajes se suceden, las calles de París son una presencia constante más, preguntas a las que responder. Pero en Modiano, los silencios cada vez ocupan más lugar entre las palabras. Son ellos los que sustentan existencias, y construyen edificios, los que transitan por las habitaciones y hacen elevarse los ascensores. Callar, eso que le costó aprender al protagonista, es un arte. Es también aquello que estuvo aprendiendo el escritor libro tras libro. Y aquí, en Chevreuse, ese callar de Jean Bosmans y ese silencio de Patrick Modiano, tienen el mismo sentido, espesor y complejidad. Sí, seguramente existe un estilo Modiano, pero no, aquel Modiano que empezó a escribir hace ya mucho, se ha convertido en otro lugar de su memoria, desde el que este, más sabio o, simplemente, más viejo, reinterpreta, y esa reinterpretación es, me repito, una búsqueda compleja de la sencillez, que, en su caso, no se construye sobre la fragilidad, sino desde la robustez. Porque sus libros, breves, tienen un peso que no responde a esa brevedad.