En casa, de Judith Hermann (Alianza) Traducción de Eduardo Gil Bera | por Gema Monlleó

Judith Hermann | En casa

En casa (Judith Hermann, Berlín, 1970) es la historia de varios cajones. Cajones reales y cajones metafóricos. Cajones con vías de escape y cajones de encierro. Cajones de ilusión y cajones de suplicio. En casa es una historia de oscuridades resignadas, de márgenes y espacios, de decisiones y oportunidades.  

Los protagonistas son personajes heridos y personajes al margen de las vidas “convencionales”, si es que tal calificativo puede todavía utilizarse actualmente. La historia, el collage de historias, la leemos desde el punto de vista de una mujer que, tras separarse, se muda a una zona de costa rural en la que vive su hermano. El planteamiento, en apariencia sencillo, se irá abriendo a medida que van entrando en escena el resto de personajes: una singular vecina, la todavía adolescente no-novia de su hermano, el hermano de la vecina, los padres de estos…, cada uno de ellos con su cajón propio (discúlpame, Virginia) a cuestas. Hermann no escribe una historia cerrada, sino que más bien parece mostrar al lector “un tiempo en la vida de” en la que el pasado explica el presente y el futuro es sólo una posibilidad; ajena al tópico planteamiento-nudo-desenlace En casa es como una pintura de Andrew Wyeth (1917-2009) que cada vez que miramos ha variado levemente. 

El primer cajón que aparece en el texto es el famoso cajón de mago en el que este sierra a una mujer. En un momento pretérito de la vida de la protagonista, cuando esta trabajaba en una fábrica de tabaco y su vida era pura monotonía, un mago la aborda para ofrecerle trabajo como asistente y viajar a Singapur con un espectáculo de magia itinerante. El cojín en el cajón, unos pies de atrezzo con zapatos de charol, la lámina de metal para cercenar el cuerpo, la esposa del mago parpadeando como un cuervo ante el primer intento de aserramiento, son elementos de pura extrañeza que combinan con la capacidad innata para ovillarse de la innominada protagonista (“desde que puedo recordar, he tenido la capacidad de recogerme en mí misma, como un caracol que se desliza a su casa, uno de esos arácnidos que se enrollan como una bola”). Este episodio, el de la posibilidad que le ofrecía una vida de (supuestas) aventuras es recordado tras el punto de inflexión real en su vida, cuando el nido de la confortabilidad se ha deshecho y la falta de expectativas (trabajar en el bar de su hermano, esperar un mensaje de su hija, podar los rosales) no es tanto un castigo como un nuevo modo de vida, y cuando una marta corretea por su tejado y la trampa para cazarla, un nuevo cajón, actúa como detonante para recordar unos hechos del pasado prácticamente olvidados (“la trampa para martas era una caja alargada con dos aberturas a los dos lados y un balancín en el medio, donde se ponía el cebo”). 

El diálogo presente-pasado y presente-presente se explicita en las cartas que ella escribe a su ya-no-marido en las que le explica su cotidianeidad y a la vez nos muestra el cajón en el que este vive. Un cajón lleno de cachivaches (hola, Diógenes) que le reconfortan ante la posibilidad de un cataclismo mundial. Entre las teorías de la conspiración y la prevención enfermiza Otis actúa en ocasiones como depositario (¿fiable?) de los recuerdos de la narradora y como ancla al “mundo de antes” inmutable (la maternidad, la paternidad). Por su parte Ann, la hija, vive en un cajón acuático del que sólo sabemos las coordenadas entre las que se mueve y su necesidad de inestabilidad (sic) en la que asentarse (mar “indetenible”).  

El nuevo paisaje de la protagonista, el pueblo, sus habitantes, su hermano, sus modos de vida, serán las estampas a través de las que Hermann construirá un puzle voluntariamente inacabado en el que lo más interesante son las fracturas de cada uno de los personajes: Sascha, el hermano sesentón, propietario del bar en el que la protagonista trabaja (“se sienta solo tras la cafetera y, subido a su taburete, parece un pájaro mustio y desplumado, el último de su especie”); Nike, la eterna adolescente en el abismo (“toda su apariencia es exaltada e infantil al mismo tiempo”); Mimi, la vecina pintora sabia, la guardiana de las leyendas del lugar (“nada como una reina, con la cabeza alta por encima del agua, contra el sol con los ojos cerrados. A eso lo llama “bañarse en la luz””); y Arild, el hermano de Mimi, propietario de la granja porcina y abandonado por su esposa (“tenía los ojos tan pequeños como si realmente quisiera esconderlos”). Cada uno de ellos, trauma arriba, trauma abajo, vive o sobrevive, resiste o desiste, y lleva a cuestas su propio cajón, su propio refugio, su propia reclusión.  

En la novela Mimi sumerge sus lienzos en el borde de la marisma, esperando que las mareas atrapen un dibujo (un erizo fosilizado, una estrella de mar, el contorno de un pez, sedimentos y plancton) a partir del cual ella pintará. Así son los personajes de En casa: animales apresados en un lugar y un tiempo, decisiones pospuestas y quiebros vitales, recuerdos en pleamar y bajamar, el desamparo de los nidos (cajones) vitales, y una colección de obsesiones convertidas en modos de vida con la misma intensidad que la fuerza centrípeta de las leyendas de sirenas y ondinas del lugar. De los cuadros de Mimi regreso a los de Andrew Wyeth, de la fuerza del mar a los instantes casi detenidos del de Chadds Ford: los árboles nevados, las ventanas sin paisajes o las casas de paredes agrietadas. “Trato de salir de mí mismo mientras camino, estar en blanco; ser una especie de caja de resonancia, muy abierta a todo, todo el tiempo, para ser capaz de captar una vibración, un tono de algo o de alguien”, afirmó el pintor. Yo pongo sus palabras en la boca-prosa de Hermann que actúa también como sutil caja de resonancia del coro de personajes que componen En casa, y que convierte nuestra lectura en el acto voyeur del que tiene un catalejo, una mirilla, un puesto de observación desde el que las mareas no mojan ni arrastran y desde el cual, como en el cajón del mago, la realidad es percibida como ilusionismo y tal vez el ilusionismo como realidad. 


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