Sin reproches, de Daniel Woodrell (Sajalín) Traducción de Ana Crespo | por Óscar Brox

Daniel Woodrell | Sin reproches

El lector que haya dado buena cuenta de las dos primeras partes de la Trilogía de los pantanos de Daniel Woodrell tal vez inicie su episodio final ciertamente contrariado: de buenas a primeras, su autor nos coloca tras los pasos de John X. Shade, el padre más o menos olvidado de René, Tip y François. Ni rastro de Saint Bruno, Frogtown o el Marais de Croche, escenarios habituales de las dos anteriores novelas. Solo, no es poco, una primera escena que quita el aliento: abrumado porque su exmujer ha huido del país con el dinero que le pertenece a un tipo peligroso, Manduca Pumphrey, Shade coge lo tiene, carga con su hija pequeña y pone rumbo al hogar que abandonó años atrás. De paso, deja K.O. a Manduca, como si ese golpe a traición le concediese una ventaja que, tarde o temprano, el asesino acabará cobrando. 

Quizá porque Woodrell ya había expuesto su modelo de novela negra, en Sin reproches no se ve en la necesidad de repetirlo. Su lector tiene en mente el mapa de barrios y zonas, los clanes y subculturas y conoce casi a la perfección las choques continuos entre el orden, la justicia y la familia. Por eso no sorprende encontrarse a un René suspendido de empleo; un policía que no va a ejercer como tal durante toda la novela. Ya tendrá suficiente con su papel de hijo, así como su relación con Nicole y su inminente paternidad. Por si fuera poco, hasta la figura de How Blanchette, esa máquina de fabricar one-liners a la que Woodrell había sacado todo su jugo en las anteriores novelas, también quedará sacrificada.

De este modo, nos topamos con una novela negra de ritmo difícil, en ningún caso lento. Por un lado, su autor nos hace partícipes de ese subgénero tan afín al noir como son las historias de personajes que tienen las horas contadas. Shade va a morir, eso es innegociable, pero hay que permitirle un pequeño margen para ver qué sucede cuando recala en su antiguo hogar. Cómo intenta recomponer una familia desperdigada, cómo descubre que este tiempo no es el mismo que el de aquella América de buscavidas en la que supo cómo sacar tajada. Se trata de un reencuentro amargo, que Woodrell describe con toda su dignidad. Precisamente, porque el autor de Los huesos de invierno sabe en todo momento cómo trabajar a sus personajes, perfila sin dificultad diálogos y situaciones y no fuerza lo que, en definitiva, es seña de identidad del lugar: la poética de los perdedores, las historias familiares surcadas de cicatrices y ese noir cocinado a fuego lento que estalla siempre cuando menos te lo esperas -véase la larga escena entre Manduca y el matrimonio que cruza las carreteras entre estados con el objetivo de robar y matar. 

Con Manduca sucede que es un asesino implacable, una mala bestia, pero siempre permanece un escalón por debajo. Ya que sabemos que va a alcanzar a su presa, lo justo es dejar que John X. saboree un poco de ese aire de familia. Fundamentalmente, porque esta novela es, tal vez, la que pone mayor énfasis en las vidas de padres e hijos más allá de su rol o papel dentro de la ciudad, del escenario o, en fin, de la novela. Aquí vemos otras versiones de Tip y René, más volubles, con más aristas, porque no hay un negocio entre manos ni tampoco un caso en el que meter el hocico de detective. Solo la vida. Es suficiente. Y lo que podría ser la coda para un mundo que conocemos al dedillo, sin embargo, se convierte en una potente reflexión sobre la descomposición familiar, que es casi análoga a la de la misma ciudad, siempre dividida entre el bien y el mal, la Ley y el Crimen. O lo uno o lo otro. Solo que Woodrell procede con una finura envidiable, explicando, dejando que los personajes se cuenten unos a otros, convirtiendo el centro de la novela en todo aquello que, tal vez, en sus anteriores novelas funcionaba como tiempo muerto. Palabras que no llevan acción, pero que no por ello dejan de engrandecer o empequeñecer, según el caso, a sus personajes. Que los muestran, los retratan, los siguen y persiguen para dar cuenta de aquello que ya es parte del pasado y aquello otro que tiene un pie puesto en el futuro. 

No sería justo decir que Sin reproches sea una novela de redención; al fin y al cabo, todos los personajes siguen haciendo lo único que saben hacer. Viven, con más o menos aliento, y esperan. Una oportunidad. Otro día. Otra persona. Pero qué maravillosamente bien lo cuenta Woodrell, sin exageraciones ni grandilocuencia. Bastan pocos detalles, las pinceladas justas, y ya está. La vida pasa, Manduca acecha y la familia seguirá, pese a todo. El viaje de John X., que podría ser la versión pantanosa de lo que antaño era carne de relatos mitológicos, terminará cuando Pumphrey le dé caza. Por el camino habrá hecho ese extraño examen de conciencia que tantas veces se les niega a los antihéroes del noir. Una exhibición de debilidades y flaquezas que, a la postre, hacen que la vida parezca más grande todavía. Algo digno, sin reproches.    


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