El equipo de natación (en Nadie es más de aquí que tú), de Miranda July (Random House) Traducción de Silvia Barbero | por Gema Monlleó
Este verano pasado conocí a Miranda July (Barre, Vermont, 1974). No la conocí personalmente, no. Quiero decir que este último verano supe de la existencia de una directora de cine llamada Miranda July cuando, siguiendo una intuición, fui a la Filmoteca a ver Tú, yo y los demás (2005). Diez minutos de película bastaron para que me enamorase tanto de la singular Christine (interpretada por July) como del que quisiera que fuese para siempre mi vendedor de zapatos, Richard (interpretado por John Hawkes). July era también la guionista de la película y en seguida supe que, polifacética, también es performer, artista visual y escritora. Seguí el hilo y el flechazo fue total al ver la cubierta de su libro de relatos Nadie es más de aquí que tú: una nadadora solitaria en las gradas de una piscina exterior. La fotografía es de Mária Švarbová, fotógrafa eslovaca que retrata nadadoras en la rectilínea arquitectura comunista (en una serie titulada Swimming pools). La conjunción astral quedó revelada: July-Švarbová-piscinas. ¿Habría en el libro algún relato sobre/con/desde piscinas? ¿Podría sumergirme con July en el bello cloro azul? La respuesta es sí. La respuesta es no.
El equipo de natación es uno de los relatos de Nadie es más de aquí que tú. En El equipo de natación la protagonista (a la que sólo puedo imaginar con los rasgos de Christine-July) vive en Belvedere (¿California?, ¿Carolina del Sur?, ¿otro Belvedere?, seguramente un inexistente Belvedere), una localidad mínima con una gasolinera, una tienda y tres vecinos (tal vez más, pero el mundo July está lleno de elipsis). En El equipo de natación Elizabeth, Kelda y Jack Jack, venerables ancianos, comentan en la tienda (esa única tienda de Belvedere, lugar por tanto de socialización obligada) que en el pueblo no hay piscina pero que si la hubiera tampoco podrían ir porque no saben nadar (vaya, un nuevo hueco en el mundo July). La protagonista, Maria (una artista en “interrupción” artística que no se llama Maria pero en ningún momento sabemos como se llama), les explica que había formado parte del equipo de natación del instituto (un instituto no de Belvedere aunque no se especifica de dónde) y, ante el entusiasmo de los tres viejitos por tener una entrenadora de natación en el pueblo (¿entrenadora de natación?, ¿quién ha dicho que Maria -mejor dicho, no-Maria– sea entrenadora de natación?) y el vacío existencial (más o menos intuido) de Maria (no-Maria), esta se compromete a enseñarles a nadar sin necesidad de disponer de una piscina.
(Sí, un típico salto mortal July style).
La no-piscina es el apartamento de Maria (no-Maria), el agua con cloro son cuatro palanganas de agua caliente con sal (¿agua caliente con sal? agua caliente con sal), los carriles son el suelo de la cocina, las tablas flotadoras son los libros de Maria (no-Maria), el trampolín para las zambullidas es el escritorio (¡chof! barrigazo sobre la cama) y el límite de la no-piscina (¡oh, no hay bordillo de la felicidad!) se alcanza a toques de silbato: “les expliqué que ese era el método de entrenamiento que empleaban los nadadores olímpicos cuando no tenían una piscina a mano”. Si leer es imaginar en mi cabeza se inicia la proyección de tres ancianos extra-motivados tendidos en el suelo, sumergiendo la cabeza en una palangana “desde” la que respirar de lado, brazos y piernas pateando con estrépito una superficie no-líquida, haciendo carreras con viraje incluido mientras la entrenadora (“era de esa clase de entrenadores que, en lugar de sumergirse, permanecen junto a la piscina”) ordena en que estilo nadar antes del pitido final tras el que secarse (es decir, expulsarse el polvo del cuerpo).
“Eran dos horas a la semana, pero el resto de mi tiempo estaba supeditado a esas dos horas. La mañana de los martes y de los jueves me levantaba y pensaba: Práctica de natación. Las demás mañanas, me levantaba y pensaba: Hoy no hay práctica de natación.”
El equipo de natación es una metáfora de muchos vacíos. El de tres viejitos que en el final de sus días (si algo imagina Maria –no-Maria-, desde el indefinido momento en que narra la historia, es que ya están muertos) se sumergen en una fantasía acuática para vivir “nadando” y romper sus rutinas del “nada que hacer en Belvedere” con la ilusión del aprendizaje, y el de Maria (no-Maria), la entrenadora (no-entrenadora) que, en su año hueco, consigue el doble paréntesis que da sentido a su existencia en el pueblo de las pocas casas en torno a la gasolinera y la tienda.
July (Christine-July, ¿Maria-July?) ha escrito una oda a la utopía desde la ternura, una melancólica celebración de lo imperfecto, una exaltación del ser no constreñido (y del arte no constreñido, y del deporte no constreñido), un juego acuático-aunque-sin-agua de complicidades, un ritual de brazadas privado y secreto, un refugio de agua y cloro sin agua y sin cloro pero con agua y con sal, un cuento en escala cromática de azules para tres seres de aspiración anfibia y una artista en crisis.
Nunca pensé, cuando inicié esta serie de reseñas con piscinas, que en El Ciclo del Agua podría escribir sobre no-piscinas, sobre piscinas elípticas. También es cierto que, en aquel momento, no sabía (perdón por la ignorancia) de la existencia de Miranda July y, por tanto, tampoco era capaz de imaginar las decisiones (¿quizás, mejor, intuiciones?) de sus personajes desorientados (Chistine, Maria) y los huecos de magia cian que podría proponerme.
“¿Has practicado para tirarte en picado?
¡Estoy en ello, entrenadora!”