El cuarto de los niños y otros cuentos, de Ángel Vázquez (Pre-Textos) | por Juan Jiménez García

Ángel Vázquez | El cuarto de los niños y otros cuentos

En la ciudad tangerina… No pocas obras podrían comenzar así. Tal vez también los relatos de Ángel Vázquez, pero, ¿dónde está esa ciudad en ellos? Tánger es un estado de ánimo, una luz, un viento de Levante, un mar intuido, pero rara vez esa ciudad, presencia, ausencia. La ciudad está en Mohamed Chukri. En Vázquez lo que está es la infancia, la infancia soñada (no vivida). Un aire del tiempo, de aquel lugar donde convergía un mundo condenado a desaparecer, como ese lugar abierto. El recuerdo de las cosas frente a las propias cosas. No es que todo sea relatos de niños o con niños, sino que es como si fueran una presencia, aunque solo sean una intuición. El relato más largo es el que da nombre al libro, El cuarto de los niños, y en él seguimos los días de Gabrielito, que vive con su mamá, Teresa, y, a ratos, con el amante de su mamá, un oscuro personaje en el que intuimos un delincuente. No solo por ser el más extenso, es el relato más emblemático, porque en él convergen y divergen todos los demás relatos, de alguna manera. Tienen como un aire chejoviano de familia. Esos diálogos, esos detalles, esas psicologías hechas de breves confesiones, de gestos, de maneras de estar. Tristeza de la infancia. En su amiga Herminia, algo mayor que él, están esas pequeñas derrotas, aún tan inocentes.  

En los relatos de Ángel Vázquez todo parece estar condenado al fracaso o fracasado. El escritor, en buena medida, no dejó de ser un perdedor, un superviviente, y en sus personajes está ese gusto por todo, ese apego por nada (tal vez solo esa libertad tangerina) y ese deambular entre la soledad y los encuentros ocasionales. Ese alimentarse de recuerdos, que vuelven una y otra vez, esperados o inesperados, fugaces. Sí, está esa fugacidad. Debe ser algo tangerino. En aquel Tánger de los Bowles, Paul y Jane, y de todos aquellos que lo habitaron, aunque fuera de paso, aunque fuera en busca de sensaciones, de inmediatez, no dejaba de flotar un sentimiento de que el día vendría a acabar con aquellas noches, y que el estado natural es el del sueño o la ensoñación. Los relatos están ahí. Son ligeros, evocaciones más o menos personales, más o menos reconocidas como vivencias propias. Forman parte de un mundo que se sostiene en creencias y que se alimenta de sensaciones. El hedonismo, ese gusto por el placer, no tiene por qué ser algo lujoso, suntuoso, sino que puede estar en un simple café, en un baño, en la luz reflejada en el azul de ese mar Mediterráneo, en el azul de ese cielo tan diferente a otros cielos. El horizonte como ausencia de límites. Al menos, está bien pensarlo. 

Me resulta difícil hablar de los relatos por separado. Podríamos hacerlo, pero no acabo de creer en su justeza. Al leerlos, se me conforman como un único impulso que atraviesa años, personajes (reales o imaginarios) e historias. Historias. No sé si es lo más importante en estos relatos. Podríamos incluso decir, en buena medida, que son relatos sin historia, o con una historia intercambiable (como así ocurre). Fragmentos de vida, reducción al instante. Sería incapaz de escribir un estudio (como acompaña al libro) sobre ellos, porque leídos, se han vuelto una sola cosa, un sentimiento. Como si el objetivo no fuera contar algo, sino transmitir una serie de emociones. Frente a eso, elijo el silencio. En estos relatos, en los que se habla mucho, hay mucho silencio. 


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