Anoxia, de Miguel Ángel Hernández (Anagrama) | por Gema Monlleó

Miguel Ángel Hernández | Anoxia

“El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo destruido. Pero un huracán sopla desde el paraíso y se arremolina en sus alas, y es tan fuerte que el ángel ya no puede plegarlas.”
Walter Benjamin 

Celebro la publicación de cada nueva novela de Miguel Ángel Hernández (Murcia, 1977). Desde El instante de peligro (Finalista del Premio Herralde de Novela 2015, Anagrama) lo he seguido con devoción y nunca defrauda, es capaz de saltar entre temas antagónicos sin perder nunca la mirada, su mirada, el tono, eso que de forma cursi (pido disculpas desde ya) algunos llaman “la voz”. El arte, el tiempo, las sombras, nuestros fantasmas, el pasado en el hoy, cierta crítica social, el detenerse, las decisiones y lo inevitable, todo ello está en las novelas de Hernández y él, como un dj ecualizador de sí mismo, modela, ajusta, destaca, un tema u otro según requiere la trama.  

En Anoxia la historia tiene mirada femenina. Pese a no estar narrada en primera persona todo lo que acontece lo vemos desde el punto de vista de Dolores, mujer, casi en los sesenta, viuda, gerente de un agonizante negocio de fotografía, que vive en uno de esos pueblos del Mar Menor en constante ebullición en verano y espectrales en invierno, un espacio entre tiempos. Dolores no es la heroína de nada, tampoco el arquetipo anti-heróico. Dolores es una mujer de vida gris, sin más ilusión que las visitas de su hijo universitario que vive en la ciudad, conformada con un stand by vital y pasional (“Ella encontró ese punto. O, mejor, ese punto la encontró a ella: el instante determinado en el que el mundo comenzó a moverse a toda velocidad y ella desistió de correr detrás de él”), quizás autocastigada por un deseo (“La distancia, las decisiones. Lo que había dicho, lo que había pensado. Lo que jamás podrá contar (…) Lo que no se atreve a formular. El vació que se condensa a su lado”) -ya sabéis,” ten cuidado con lo que deseas no sea que se cumpla”- de expiación infinita (y que no desvelaré). 

El detonante del cambio en Dolores será un desconcertante encargo. Clemente Artés, fotógrafo especializado en fotografía post-mortem en sus años de ejercicio profesional en Francia, accidentado momentáneamente, le solicita fotografiar a un difunto el día de su entierro. Ella acepta y, cámara mediante, mira frente a frente a la muerte, mira hacia atrás a sus propios muertos, mira a su alrededor y ve una naturaleza agonizante, mira desde fuera de sí misma y desde ahí ve conscientemente su fragilidad, su anulación, su tedio, ¿la espera de su propia muerte? La relación con el enigmático Clemente será de maestro-discípula. Él la inicia no sólo en el arte de la fotografía mortuoria (“El cuerpo no se mueve, c’est vrai. Pero es necesario captar algo más. El aire, eso que está ahí, aunque no se pueda ver”) sino también en la técnica del daguerrotipo. Clemente, anciano, viudo, también con un hijo (con el que no tiene relación), posee una ingente colección de fotografía de difuntos, una colección que permite una mirada histórica a esta tradición. Clemente, enfermo, consciente de la imposibilidad por detener el tiempo que encarna la fotografía, obsesionado con la pervivencia de la imagen última, transfiere a Dolores algo más que la técnica, el entendimiento de un ritual en el que el difunto no es un objeto inerte, sino un sujeto a quien recordar: “Hoy nos horroriza la muerte y la escondemos enseguida para que no moleste, pero, como imagino que sabrá, los primeros modelos fotográficos fueron difuntos. Cuerpos, objetos, paisajes… Naturalezas muertas. Así que nada más digno. No hay nada macabro en guardar la imagen de alguien a quien se quiere y no está. Es un acto de amor.” 

Los personajes secundarios están al servicio de Dolores. En sus relaciones con ellos vemos a una Dolores más íntima, más auténtica, con muchas más aristas y contradicciones. Su cuñada Teresa, su hijo Iván y Alfonso, el director del Archivo Fotográfico de la región, personificación de la avidez ególatra y del deseo de medrar (me pregunto si hay un leve ajuste de cuentas en esa cuasi caricatura), le dan la réplica. Hay un personaje secundario más, uno que como en la técnica del daguerrotipo no muestra sino que contiene: el pueblo, el mar, la naturaleza moribunda, un escenario que también se ahoga. Anoxia es un gran contenedor de duelos y uno de ellos es por el antropoceno. Lluvias torrenciales, inundaciones, casas anegadas por el fango, persistente olor a humedad y a barro podrido, turistas que huyen cuando el agua les cubre los talones. Paisaje a ratos apocalíptico, con una meteorología revuelta contra el hombre, con la muerte boqueando en las orillas y con urbanizaciones abandonadas antes de terminar en esa simbólica imagen del pinchazo de la burbuja inmobiliaria (“Salvo algunas calles, seguramente las primeras fases, el resto de la urbanización es una acumulación de vestigios. Restos de maquinaria y materiales de construcción, fosilizados ya con el terreno”). Que Clemente viva en el único chalé terminado en su zona no es casual. ¿A Clemente lo envuelve la muerte? A Clemente lo envuelve la muerte.  

Dolores aprende de Clemente y recupera su vocación cuando este le aviva sus ganas de instruirse. Dolores rescata la mirada de su pasado, de su antes (antes de ser madre y de ser viuda y de ser hija cuidadora), de su juventud. La mirada de quien siempre iba con la cámara colgada al hombro. Dolores late otra vez. Dolores cuestiona y se cuestiona. Dolores recupera su propio atrevimiento. Dolores conecta con su ella misma aletargada. Dolores siente que todavía puede sentir (precioso el retrato que escribe Hernández de cómo Dolores despierta al deseo de su deseo más allá de quien, circunstancialmente, lo avive: “Porque de eso se trata. De ser visible. Y ella lleva diez años desaparecida. Helada. Fría. Pero esta noche algo se ha despertado. Siente la ligera emergencia de un calor”). A lo largo de la novela los roles de Dolores van mutando (la fotógrafa, la viuda doliente, la cuñada cómplice, la madre autocensurada, la detective -el momento noir, la teoría de los inquietos-, la mujer-instinto…) en una escalada que culmina en una Dolores que, después de muchos años, vuelve a tomar decisiones (“a su lado ya no está el vacío”).  

Hernández admite y reivindica a los autores que, desde el ensayo, han influido en su novela: las interpretaciones del Angelus Novus de Paul Klee por Walter Benjamin, el Roland Barthes de La cámara lúcida y la Susan Sontag de Ante el dolor de los demás y Sobre la fotografía. En el retrato social y la descripción del “todo por el dinero” he visto también al Chirbes de Crematorio, la descripción casi apocalíptica de algunos pasajes podría ser un preludio al Cormac McCarthy de La carretera y entre los inquietos de Hernández y los resurreccionistas del Londres de Mary Shelley hay un puente que diversas criaturas (sic) cruzan en ambas direcciones.  

Dolores documenta los restos de las catástrofes (los difuntos, el cataclismo ecológico) y en la memoria de la ausencia, en la imagen como forma de duelo, se reencuentra consigo misma (“la afirmación de la vida en los alrededores de la muerte”). Anoxia es, según Hernández, “una novela de nostalgia productiva, de nostalgia como herramienta de transformación para dar cuenta del presente y avanzar”. Anoxia es un retrato de la(s) soledad(es) desde la empatía. Anoxia es el claroscuro de la culpa que nos posee más allá de lo racional. Anoxia es la mirada a un cementerio marino (“la orilla de la playa parece el mostrador de una pescadería macabra”) como advertencia de la emergencia climática en que vivimos. Anoxia es fragilidad universal y personal. Anoxia es conciencia de final(es) y, como el daguerrotipo, espejo con memoria. Anoxia es el positivo y el negativo de nuestra relación con la muerte. Anoxia es surco, mancha, inquietud y aleteo. Anoxia puede ser la despedida de Hernández al dolor de los demás (no en vano la protagonista cierra el círculo con su propio nombre), la última mirada no morbosa a la memoria de un desastre, el duelo ahora sí concluso, un hermoso momento vita. 

“El mar ocre sobre el cielo gris. El agua arriba, como una nube opaca, suspendida sobre un plano de aire denso que se expande por el espacio. Es lo que observa a través del visor. La imagen invertida. Un cuadro abstracto, superficies de color, líneas trazadas en el horizonte. Un Rothko de tonos turbios colgado al revés.”


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