Estética del Polo Norte, de Michel Onfray (Gallo Nero) Traducción de Delfín G. Marcos | por Óscar Brox

Michel Onfray | Estética del Polo Norte

A Michel Onfray siempre se le ha dado bien meterse en unos cuantos charcos teóricos, casi un deporte nacional entre la intelectualidad francesa. Freud, la historia del anarquismo o su tratado de ateología han sido algunos de los caballos de batalla (o de Troya, según se mire) de su pensamiento. Y si bien el saldo de cada pelea ha sido desigual, al menos ha permitido a su autor exhibir un talante inconformista a la hora de trabajar con las herramientas del pensar. Vaya por delante que Estética del Polo Norte, la obra que publica Gallo Nero, es una narración de carácter más sensible, incluso lírico; diario del viaje a la Tierra de Baffin que Onfray realizó junto a su padre. Una composición delicada que tiene como reflexión central la crítica hacia los excesos civilizatorios que las grandes potencias como Estados Unidos o Canadá han infligido sobre la cultura inuit. Pero también una meditación sobre esa poética del frío, del tiempo mineral, del lenguaje no escrito y de las tradiciones condenadas a extinguirse bajo el manto de la globalización.

Onfray destaca, ante todo, por ser un observador paciente, atento a cada detalle que tiene su momento único en el inmenso paisaje glaciar. Hasta cierto punto, como él mismo señala, la sensación se asemeja a la del crítico que intenta descodificar la magnitud de un cuadro de las dimensiones de Mar de hielo, de Caspar David Friedrich; una experiencia, en suma, que le invita a construir otro andamiaje teórico para explicarse, para dar cuenta de aquello que late frente a sus ojos. En ese sentido, Estética del Polo Norte comienza por el principio. Por el tiempo geológico, eterno y desencadenado del bios, sujeto a la dureza mineral, antes de que la luz golpease a la piedra e instaurase un cambio. Una variación. La condición de posibilidad para otra época de ese mundo. Onfray expande la idea del Polo a través de sus elementos, como un movimiento sísmico que describe el papel del frío, la configuración del espacio y la presencia del permafrost. En definitiva, la forja de un lugar.

La capacidad para alcanzar tal nivel de detalle describe, por así decirlo, un estado de excepción. Esa sensación indefinible que asalta los sentidos, el ruido polar, el frío que congela las lágrimas en las mejillas o la poética del permafrost y su rica coloración según el momento del día. El tropismo, la tendencia a reaccionar, que Onfray escoge como palabra clave para narrar el ocaso de los inuit. El declive civilizatorio impuesto por la progresiva colonización del capitalismo. En muchos aspectos, Estética del Polo Norte destaca por su crudeza y melancolía. Para su autor, no existe la tan cacareada posibilidad de fundirse con el paisaje extranjero, ya sea cargando con el tópico del pintoresquismo o profundizando hasta perder el norte. Querer emular los ritmos de los lugareños no es más que una forma disfrazada de autolesionarse; de prolongar por la vía del exceso el romanticismo idiota de los modernos salvajes. Por eso Onfray siempre mantiene una distancia, más atento al rol de etnógrafo que de filósofo, para apuntar lo que ve sin invadir esa cultura en la que está de paso.

En la vida inuit, nómada, todavía permanece fuertemente arraigado ese sentimiento de desplazamiento, de caza y recolección, de símbolos y lenguaje que ha rechazado volcarse en la escritura. Se impone el cuerpo, las manos, leer los gestos y comprender los silencios. Vivir el frío del iglú, el dolor de estómago de la carne cruda y el sabor metálico de la sangre en la boca. La generosidad, sí, pero también las reservas. La renuencia a compartir, el sentimiento de privacidad, la opacidad con la que se muestra una forma de vida que camina hacia su extinción. Y es que, durante la segunda parte del libro, Onfray aborda los cambios dramáticos que han esquilmado las particularidades de la civilización inuit. La llegada de las construcciones de madera, del gas y las canalizaciones, de la educación, la cultura popular o las comunicaciones digitales. En suma, del sedentarismo que ha colocado el bozal y ha mostrado el vicio a una comunidad acostumbrada a otro tiempo. Ni mejor ni peor, simplemente el suyo. Y es ese proceso de absorción el que refleja el ocaso esquimal. La reacción violenta, desesperada, las rutinas que pierden el sentido ante la disciplina occidental y sus técnicas de seducción. La falta, la drogadicción, la pobreza y la tristeza que dominan un paisaje cada vez menos silencioso. Iluminado artificialmente, convertido en una ciudad imposible, sometido a las reglas de su dueño. Incapaz de reaccionar, triste tropismo, salvo con la melancolía por una época que toca a su fin.

Estética del Polo Norte es una reflexión sobre la poética de un lugar, sobre el ímpetu ciego que propulsan las tendencias globalizadotas, pero también es el diario íntimo de un viaje. Y, sobre todo, el retrato de un padre. Y es que Onfray dibuja de manera implícita durante el ensayo el ethos de su padre aplicado sobre esa cultura en pleno crepúsculo. Ese otro tiempo, duro, espartano y de ritmos fijos, que en el epílogo nos devuelve a la pequeña granja de Normandía en la que se crió el autor. A la visión del trabajo, del arado y la siembra. A los olores que se pegaban a la carne. A la ética paterna y su reacción ante el dueño de los cultivos. Solo así, en definitiva, se puede entender el viaje de ambos al Polo Norte como una suerte de elogio de la resistencia. De la serenidad frente a ese mar de hielo que, a falta de palabras, reunió en un mismo espacio la mirada cómplice de padre e hijo.

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