Vaquera invertida, de McKenzie Wark (Caja Negra) Traducción de Mariano López Seoane | por Óscar Brox

Jonas Mekas | Destellos de belleza

“Confrontada con la distorsionada rapidez de este ‘nuevo tipo de capitalismo caliente, psicotrópico y punk’, sobre todo desde mi estado de fatiga, me siento menos atraída por la excitación que por estar exhausta. Imposibilitada de combatir mi estado, al menos por el momento trato de aprender de él; otro yo, desnudo”. Esto lo escribió Maggie Nelson en su memoria-ensayo Los argonautas, en el que la autora norteamericana daba forma sobre la página a una confluencia entre vida y texto, pensamiento y sexo. Resulta difícil no pensar en Nelson, Anne Boyer o en Kathy Acker durante la lectura de Vaquera invertida, en tanto que McKenzie Wark juega también con los límites (cada vez más) borrosos del texto ensamblando en un mismo cuerpo memoria, biografía y autoetnografía. ¿De qué? De la opacidad del yo (esta vez así, en letra pequeña).

Vaquera invertida se puede leer de varias maneras: en un punto podría funcionar como oscurísima novela de aprendizaje; también, como texto expandido en el que la literatura trans dialoga con las experiencias y búsquedas de su autora; podría ser un ejercicio de filosofía punk en torno al género, salpicado de esperma y carne en continua tensión; o una reflexión sobre los límites del yo y el deseo de su desaparición (¿qué es eso que queda cuando los cuerpos se vacían de semen, el deseo se halla colmado y la carne, tan elástica y tan trémula, se mueve entre el espasmo y la calma?). Podría ser ciencia-ficción queer o el informe más pormenorizado sobre ese algo diferente, una distorsión en la cultura heteropatriarcal, en tiempos del capitalismo acelerado.

La escritura de Wark, nunca mejor dicho, es acelerada. Imita (o evoca) el posteo online breve y contundente, la carta, la confidencia o el relato, pone al sujeto y al sexo (al ano y al pene) en la mesa de disección y sacude experiencias y anécdotas, rostros y lugares, no tanto por lo que puedan contar para su escritura del yo como por lo bien que funcionan para ensayar nuevos modos de narrar ese yo, su éxtasis y su anhelada desaparición. Un paréntesis: leyendo a McKenzie Wark pensaba en conceptos como los de La nueva carne y autores como Clive Barker, que espigaron a comienzos de los 80 todas esas cuestiones en torno a la sexualidad y la identidad desde un registro (puede que sea la palabra equivocada, pero qué más da) pionero. Le confirieron esa textura de ciencia-ficción, la presentaron desnuda, palpitando en palabras o en celuloide, violenta y hasta terrorífica. Y hay algo de todo eso esparcido por las páginas de Vaquera invertida, por esa forma a ratos cruda y a ratos plástica con la que Wark da cuenta de sus intercambios sexuales, de la necesidad de hacer desaparecer (o cuestionarlo, preguntarse adónde va, adónde puede ir, qué puede hacer, qué ha sido, ha dejado de ser y en qué puede devenir) a un sujeto y de cómo, entre espasmos, goces y violencia intuye ese momento de transición, umbral y dirección. Otra cosa.

Conviene decir que este es un libro de tentativas, de intentos fallidos de encontrar un rasgo de pertenencia ya sea en la comunidad gay australiana o en el redil hetero tradicional. Cada tentativa estalla sobre la página con esa facilidad que tiene Wark para hacer de su escritura algo electrizante, contundente y, al mismo tiempo, divertido. “En el porno estoy unida a la experiencia de los hombres. Me drogo y trato de concentrarme en la polla como si fuera mía. ¿Cómo se siente la sopa cuando la cuchara se sumerge en ella? Estoy desapareciendo en una mujer”. Esto lo escribe Hannah Black, otra de las voces del coro de McKenzie Wark.

En Vaquera invertida el sexo es un misterio y su autora lo narra, como ella misma afirma, como si se ubicase en una segunda pubertad. Una pubertad de prótesis, orificios, mujeres, hombres, capitalismo y marxismo, consumo de drogas, escritura y rituales para borrar un cuerpo, o una identidad, y tratar de descifrar en ese poso que deja quien realmente es. Así, el yo aparece en esta obra cortocircuitado y perseguido, subrayado, tachado y cuestionado tantas veces como haga falta, sin escatimar en vueltas, quiebros y requiebros. Marcado, casi a fuego, por la necesidad de hacer estallar el binarismo y la indivisibilidad del sujeto. El resultado es un texto fogoso, combativo, íntimo y punki. Autoetnografía del yo. Retrato de una carne estremecida, trémula, en el vértigo permanente de la desaparición.


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