Hay en las historias de La chica de los cigarrillos algo que nos llama la atención. Todos hablan poco excepto la ciudad, que no para de decir cosas. En una competición de palabras y onomatopeyas seguramente ganen esta últimas, y no es extraño, porque las ciudad son ruidos, sonidos que nos llegan de todos lados, desesperados por comunicarnos alguna cosa, mientras nosotros andamos pensando en las nuestras, como los personajes de Matsumoto, que están siempre dándole vueltas a algo. Algo simple pero que sin embargo para ellos representa cruzar una línea en sus existencias no muy trepidantes. Eternamente avergonzados, siempre al borde de enrojecer, viven en un mundo ruidoso en el que no pueden entender demasiado porque, como acabó Federico Fellini La voz de la luna, tal vez necesitemos un poco de silencio para entender algo.
Masahiko Matsumoto fue uno de los fundadores del movimiento gegika (leo). Gegika (sigo leyendo en otro lado) sería algo así como dibujos dramáticos. Pero La chica de los cigarrillos no es ningún drama (el drama es vivir) e incluso el humor atraviesa sus páginas, como una hoja llevada por el viento (nada poético… una hoja de un periódico tirada por el suelo). Profundamente urbana, las historias son de urbanitas enfrentados a la soledad de la escandalosa ciudad que parece recordarles esa soledad. Ya sea una chica vendiendo cajas de condones, apelando a las esperanzas de sus compradores en un futuro lleno de posibilidades, o un tipo enamorado de la vendedora de tabaco, aunque él no fume. Personajes que se buscan tímidamente, se encuentran a ratos y acaban rara vez bien, muchas veces de ninguna manera y algunas con la cara arañada por un gato.
Matsumoto no necesita muchas páginas para aportar sus brillantes destellos de humanidad. Ni muchos trazos para una necesaria expresividad. Lo suyo es simplemente una inteligencia que ahora diríamos minimalista (menos es más), pero que aquí daría una visión equivocada, porque asociamos demasiado el minimalismo a la falta de muebles. No, en el autor japonés lo encontramos es un cuidado trabajo de síntesis en el que cada trazo cuenta (suma y expresa). Su dibujo agresivo tiene una asombrosa calidez, tal vez por unos personajes que parecen necesitados de que les quieran (y por qué no íbamos a hacerlo nosotros).
Tokio (¿es Tokio?) como ciudad no muy humana en la que cada cual debe buscar un futuro más brillante que ese presente gris. Una ciudad que no es más grande que aquello que uno es capaz de recorrer (unos recorridos que se repiten hacia unos espacios iguales). Una búsqueda avergonzada del amor, aunque amor sea una palabra que queda muy grande o muy cursi o muy alguna otra cosa. Los protagonistas de Matsumoto (que son personajes secundarios o terciarios del mundo) solo aspiran a que los quieran, por el simple motivo de que ellos sí que quieren. Sin dramas, pero avergonzados. Como una mano encontrándose con otra mano, en ese azar que no existe.
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