Visita al lago de los cisnes, de Lenka Reinerová (Xórdica) Traducción de Virginia Maza | por Juan Jiménez García

Lenka Reinerová | Adam Haberberg

Hay mucho en la biografía de Lenka Reinerová que recoge parte del devenir checoslovaco en el siglo pasado. Nació de madre alemana y padre checo, en 1916. Una familia judía acomodada (cada vez menos acomodada). Era aquella Praga que seguía las corrientes de entreguerras, con aquellos poderosos escritores checos en lengua alemana (como ella misma: aunque escribía en alemán, conocía bien ambos idiomas). La llegada de los nazis, del (irónico) Protectorado, la llevó a París, hasta que un día acabo en la prisión de La Petite Roquette (el pequeño zarcillo silvestre) sin saber de qué se la acusaba, y de ella salió un año después y no lo supo. Tras algunas vueltas, llegó a Casablanca, cuando la guerra se acercaba al país, y logró llegar, no sin dificultades, a México. Cuando pudo volver, volvió. No a Praga, sino a Yugoslavia, el país de su marido, Theodor Balk, con quien se había casado en ese exilio. Pero ella quería volver a aquella ciudad, que ya no era la de su infancia. Y volvió. En los años cincuenta, acabó de nuevo en prisión (experiencia que narró en Todos los colores del sol y de la noche), y la Primavera de Praga, trajo aquellos tanques que pasaron sobre los checos y las esperanzas. Llegó la revolución de terciopelo, y hasta el siguiente siglo, porque Lenka Reinevorá vivió noventa y dos años, sin dejar de escribir y de poner orden en sus recuerdos, que eran muchos. Conoció a tantos, y por tantos sitios pasó. En un campo de concentración se quedó su hermana más pequeña, inmóvil en sus apenas veinte años. Su familia, ya no estaba a su regreso. Conoció a artistas, escritores y nombres importantes, y, como en un sueño, venían a ella, y de ella a sus páginas. Visita al lago de los cisnes, son tres narraciones claramente diferenciadas, separadas por los años, pero alimentadas por ese mismo aliento. Desde el recuerdo de la cárcel, del campo de concentración, de la muerte, de la que da título al libro, hasta En Praga estoy en casa (y a veces en otros sitios), evocación del exilio y del regreso (en definitiva, de toda una vida), pasando por esa narración que nos recuerda a aquellos poetas muertos que evocaba Jaroslav Seifert (evocado a su vez): El café de los sueños de una praguense. 

En Visita al lago de los cisnes, su estancia en la prisión francesa se entrecruza con el campo de concentración para mujeres de Ravensbrück, en el que murieron asesinadas su hermana pequeña y otras noventa y dos mil mujeres. Pero algo más unía su destino, aquellos lugares: Carmen Maria Mory, una suiza con la que compartió prisión y que, suerte de espía, acabó también en aquel campo, solo que su suerte se enderezó convirtiéndose en entusiasta colaborada, hasta ser conocida como el ángel negro de la muerte. Acabaría condenada a muerte (de nuevo) y suicidándose (tal vez). Lenka Reinevorá recuerda todo esto desde su visita a ese memorial que es ahora Ravensbrück, restos de ese siniestro lugar perdido en el campo, mientras un cisne blanco recuerda a aquel negro, y la historia se queda suspendida, da vueltas en círculos, año tras año tras año, porque hay cosas que no pueden ser ni borradas ni olvidadas. Una reconstrucción del mal y del absurdo, entre destellos de otro mundo en este.  

En Praga estoy en casa (y a veces en otros sitios) acaba por convertirse en toda una vida contada, pero sin un fragmento (su prisión preventiva en los años cincuenta, ya narrada en otro de sus libros). La visión de una indigente en Londres, a la que pone el nombre de Virginia, la lleva a dialogar con su propia vida, con esas idas y venidas, esas huidas y prisiones, la muerte, las buhardillas, Versalles o la ciudad vieja, el paso del tranvía, la vecindad de Mozart, su matrimonio con un escritor yugoslavo, allá, en México, otro exiliado, su amistad y encuentros con el círculo checo, en especial con Egon Erwin Kisch, que fue vecino suyo ya desde su infancia praguense. Habita en los lugares más minúsculos, pero siempre son suyos porque quiere hacerlos suyos, y esa es también una metáfora de su vida. Hacer suyo aquello que le rodea, encariñarse con todo, seguir el fluir del tiempo, tomar lo inevitable, porque eso es vivir, y confiar. No tenía ni veinte años cuando tuvo que abandonar Checoslovaquia y con más de ochenta piensa en ello, y se amontonan cosas inexplicables, personas maravillosas encontradas, y haber sobrevivido a aquellos tiempos mortales, luego grises y peligrosos, luego inciertos, luego en un salón tranquilo, con todo allá detrás. 

Unos años antes, había escrito El café de los sueños de una praguense, y en él se encierra, de algún modo, su poética. Realidad y fantasmas, personas conocidas ya desaparecidas que vienen a ella desde un lugar incierto, que deberían estar lejos de todo, pero están allí con ella. Aquella gente que conoció y con las que compartió experiencias, mientras lo escribía todo en su vieja máquina de escribir Continental, un préstamo que abarcaba cincuenta años. Donde fue a parar toda esa gente de su generación, dejándola sola, en ese mismo salón tranquilo, tomando café praguense (¡nada de ese café turco!). Lejos, cerca. Vivir, vivir tanto, ir dejando a los seres queridos detrás, hasta quedarse sola, como se lamentaba Jaroslav Seifert. Pero el relato es una celebración. Una celebración de todos aquellos que sí, no están, pero no, tampoco se marcharon. Forman parte de ella misma, están ahí, dialogan, ella con ellos, ellos con ella. En esa ciudad, en esa Praga, que, como los libros del poeta checo, son sencillamente hermosos. Y la belleza abriga esperanza.


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