Atila, de Aliocha Coll (Galaxia Gutenberg) | por Gema Monlleó

Aliocha Coll | Atila

“la escritura sigue siendo testamento es imposible escribir es imposible dejar de escribir la poesía no tiene tío en América” 

A veces hay que saber tirar la toalla. Me declaro incapaz de escribir una reseña sobre Atila, la última novela del malogrado Aliocha Coll (Madrid, 1948-París, 1990). Me declaro incapaz de transmitir la extraña mezcla de alucinación, embrujo, perplejidad, arrebato, desconcierto, sugestión, incomprensión, azoramiento, desasosiego, turbación y adicción que me ha provocado. Y me declaro incapaz porque, desde el raciocinio, no la he entendido (¿descifrado?). No sé qué he leído (“extensible y extrañante, singularmente partícula”), no sé desde qué lugar escribió Aliocha Coll (“cómplices en lo finito y lo infinito pero dúplices en el límite y la síntota”). Lo que me resulta más sencillo es acudir al tópico y decir que Coll no era de este mundo. De este mundo en el que escritores y lectores comparten canal y códigos (“Escribir es una ocurrencia es decir una recurrencia disgresada”). De este mundo en el que la intención es (creo) la comprensión armónica. Coll estaba tan-tan-tan más allá de los (¿)límites(?) literarios que enfrentarme a este su texto mayúsculo me desborda tanto como me fascina, por mucho que después me paralice. Parafraseando otro lugar común: Aliocha, no sos vos, soy yo. 

Javier Serena, en el prólogo de la nueva edición de Galaxia Gutenberg, ya lo indica claramente: “el autor parece empeñado en omitir cualquier pista que nos guíe”. Si en 1991, cuando se publicó la primera edición de Atila, la novela ya era radicalmente moderna y extrema, hoy, cuando tantos autores infantilizan al lector masticándole el más sencillo a-b-c, el vanguardismo de Coll es puro épaté. Esta falta de pistas ha tenido en mí, mitómana que soy, una doble consecuencia: la del dejarme llevar por el texto, como quien se desliza en la nieve, abrumada por un conjunto casi-ininteligible y hechizada por las palabras, por las frases (esas larguísimas frases sin comas en las que el stendhalazo pone en jaque a la respiración), dividiendo la lectura en mini-secciones disfrutadas como poemas; y la de la admiración que eleva el escritor a mito y ante el que, más allá de la compre(h)ensión del texto, hinco la rodilla para hacerle una reverencia literaria.  

Atila es un tsunami musical, un alud de imágenes, un baile de insuficiencias racionales, un juego surrealista (mucho más cerca de la primera acepción de la RAE: “Perteneciente o relativo al surrealismo” que de la tercera Irracional o absurdo”), un modelo de copia imposible, un pseudopoema épico (resuena Gilgamesh), un mapa del tesoro, un diálogo encubierto con Sófocles y Eurípides, una reivindicación de la no-trama, una novela utópica (en concepción y, me atrevo a afirmar, en intención: “todo dilema es una lectura incompleta que tiene una tercia alternativa. El aborto de una utopía es peor que el éxito de una tragedia”). Atila son los hunos in the sky with diamonds, Ipsibidimidiata y Quijote en el Chelsea Hotel (“te llamas Ipsibidimidiata como si se dividiera el pulso de las manos al dividir el agua, o el soplo de las palabras al partir el aliento, o el timbre de los pies al andar”), Talía y Roma como psicodélicos ball and chain (“Podemos tener visiones y podemos tener sueños. Pero no podemos percibir las visiones que tenemos si soñamos…¡cómo se burla la esperanza!…”)…  

Épica y lírica, vida y muerte (“¿qué parte del lenguaje son los muertos? ¿Sólo la parte sin ningún divisor? ¿Sólo el lenguaje que no se puede contradecir?”), divertimento místico de contrarios en pos de la liter-art-ura más genuina y elevada (y tal vez por ello mismo más silenciada). Oscuridad vital y artística, el silencio rodeó la obra de Aliocha Coll en vida (honrosos mentores fueron Carmen Balcells y Javier Marías) y el casi-silencio sigue rodeándole tras su muerte (casi, rescato la novela-homenaje-biografía-ficcionada Atila, un escritor indescifrable de Javier Serena -Tropo, 2014, reeditada por Sloper en 2022-) esperando una coyuntura (¿cósmica?, ¿cuántica?) más favorable al entendimiento de su obra.  

Yo, embriagada por el espectro, incapaz de reseñar desde ninguna teoría literaría más que la de la fascinación, rompo las reglas y abogo por el divertimento (“todo lo que se juega se aprende y todo lo que se aprende termina por hacerse es decir por ganarse o perderse amarras o dogales áncora o morral”) en un pacto ectoplasmático que deseo, en un curvo tiempo-espacio, de doble dirección. 

Como una buscadora de perlas persigo frases subrayadas en mi libro y las vierto aquí sin alterar el orden de aparición.  

Si Atila fuese un poema, estos podrían ser sus versos: 

“Así abortó la misogénesis
¿étimo ético? éter
¡secante de ofidios euclidianos! ¡tampón de subjetividades antagonista centrífugo cíclope por un beso! ¡pedagogo teológico! ¡y paralógico entonces!
suelda tus atavismos con tu idiosincrasia suelda tu logos con tu nous funde tu importancia tus aduanas padrea sin aranceles 
es de espaldas que el dragón me aterroriza ¿cómo adelantarle? su ojo se lava como un gato
la ondina aleteaba
un cirro rosicler caía, corrupto más que roto
el valle sudaba luz
unos cerezos parecían al unísono en flor y en fruto
piraguas jirones del sudario bajaban el valle
nubes y montañas saltan a pídola. la cascada juega a la comba con el puente
se alenteja el cielo ultramarino 
y el mar ultraterreno
la aparición de lo superficial, sobrenadando como un loto
y el vacío de ese exceso prometía más novedad que su defecto lleno
¿no será subvivir, el término correcto?
sí, debe de ser subvivir el término correcto
y así la creación no se recreaba recreyéndose sino recreciéndose 
el tiempo del día no era más que una orilla del tiempo de la noche, una vereda de la vía de la noche, y el día sólo era una estela en el mar nocturno
¿a dónde va la noche de un día para otro?
¿cómo cambiar de cauce sin discontinuarlo? ¿y cómo discontinuar un cauce sin perder todo el caudal?
¿qué podía durar más que la propia duración, qué otro tiempo adelantaba al tiempo crónico, uranizándolo, invaginándolo?
fósil de un aire
pétreo de un agua
ósea de un halo
cárneo de un sínodo
cada espejo de un espectro es el velo de una faz. cada faz velada es la espelunca de un espectro. cada faz desvelada es una especulación
y el último atardecer será la aurora de hoy
émbolos de lubricación
así transparezca el cielo nocturno
sea siempre todo
y cada uno de sus núcleos tengan núcleos vaginales
donde sólo el caballo vea centauros. 

Al fin nacemos de nuestros hijos en la majestuosidad del día
estamos más allá de la utopía.” 


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